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Cecilia Casado

A partir de los 50

Paseos con mi perro (III) “Si mi perro hablara…”

 

Vaya por delante que no soy de esas personas que aseguran que sus perros son “inteligentísimos” y que son capaces de comunicarse con ellos incluso mejor que con un ser humano. Quiero decir con esto que “Elur”, mi bichón maltés de cuatro kilos y seis años, es un animal simpático y cariñoso que sería más juguetón si no fuera porque está  enfermo de meningoencefalitis desde hace nueve meses y al que me siento vinculada porque soy consciente de que para él soy la única persona en el mundo que le ha cuidado con “cariño responsable”, no utilizándolo como una mascota de peluche o mero adorno.

Pero a lo que voy.

Si mi perro hablara, seguro que lo primero que me preguntaría es  por qué le prohíben entrar en tantos y tantos sitios como si fuera un bárbaro incivilizado que va a ensuciar un lugar común o mancillar un templo de humanos. Me diría que, gracias a la buena educación que le he dado, únicamente hace sus necesidades en los lugares que  sabe –al igual que todos los perros- destinados para ellos. Que yo sepa no ocurre nunca que un perro ensucie un lugar “de interior”, como una tienda, un bar, un restaurante y mucho menos una vivienda particular.

Y yo le contestaría que es porque los humanos confunden perros limpios y bien educados con perros vagabundos llenos de parásitos y suciedad, que “unos cardan la lana y otros se llevan la fama” y que las normas de Salud Pública están hechas a la medida de los humanos y los perros no tienen nada que hacer al respecto.

Entonces seguro que me respondería que él está más que harto de “oler” a humanos llenos de mugre a los que no se les impide el acceso a los lugares donde están prohibidos los perros. Que él huele perfectamente el sudor rancio de quien no se ducha más que de ciento en viento, que él huele y siente la caspa que seguramente irán dejando en la panadería, en la mesa del restaurante, entre la ropa que manosean en la tienda del centro comercial, que él huele el aliento lleno de microbios que arrojan sobre los pintxos de la barra del bar, los virus que los humanos expanden cada vez que tosen o estornudan y ese humo pestilente que se arrojan continuamente a la cara, y que ellos, los perros, también tienen que tragarse.

Y yo le diría que no fuera tan tiquismiquis, que le llevo a casi todos los sitios donde puede ir un perro y ahí me miraría fijamente para menear la cabeza y decir: “no, no y no, porque a la playa sólo me llevas en invierno y a mí me gusta en verano.”

¡Ay, la arena, cómo le gusta a mi perrillo revolcarse por ella y dar saltos! Pero no le puedo llevar porque no es higiénico –y lo entiendo- que vayan haciendo un pipí aquí y allá y de vez en cuando “lo otro”, aunque yo lo recoja todo al instante, que hay dueños de perros que son unos desastrados que ni se molestan en limpiar lo que el perro ensucia y así pagamos justos por pecadores.

 Y entonces me miraría Elur, con esos ojos que tiene de comprender más de lo que imagino, y me recordaría que a él le han contado que en esa misma playa donde no le dejan entrar muchos cachorros de humanos hacen impunemente lo mismo que le prohíben a él –e incluso menos cachorros- y que no sólo la arena sino el agua del mar está bien contaminada por toda la porquería que los humanos arrojan en ella.

Si mi perro hablara, seguramente que me diría que tiene los oídos casi reventados de escuchar los gritos de los niños en la terraza de cualquier bar, montando bronca porque quieren algo que no consiguen mientras sus padres levantan también la voz para gritarles que no y que no. Me diría que él no ladra más que cuando es estrictamente necesario y ni siquiera entonces se le permite, que enseguida se le llama la atención para que se calle o se calme, mientras que los humanos (sobre todo los cachorros) chillan y patalean como locos cada vez que se les antoja. ¿Cómo es que sus amos no les enseñan a comportarse? –pensaría él si pudiera pensar.

Si mi perro hablara me diría que le encanta el “nuevo parque” en el centro de la ciudad, -él no sabe leer “Cristina Enea”- al que le llevo ahora porque por fin han permitido la entrada de perros aunque no le suelte la correa y sus correrías se vean limitadas a los tres metros de libertad que le separan de mi yugo. Que es feliz oliendo las hortensias, la frescura de las plantas, el aroma ancestral a naturaleza que tan sólo encontraba en el campo o el bosque y que sigue sin comprender por qué la gente va en bicicleta cuando los carteles circulares en rojo lo prohíben tan claro que hasta él mismo lo ve. Si fuera un perrillo rebelde quizás tiraría de la correa para soltarse, para infringir un poco también él las normas y sentirse así más cerca de los humanos…

Pero mi Elur no habla, ni ladra, ni protesta, ni muerde ni pelea con la vida de perro que le ha tocado en suerte. Ha aprendido a ser obediente y a reconocer el “espera” y el “quieto”, el “ven” y el “toma”, el “a tu sitio” y el “castigado” tanto como cuando le acaricio y le digo “mi perrito guapo”. Sin embargo, a veces me mira como si pensara cosas feas de los humanos que se va encontrando por la calle…y que –y ahí le doy la razón- aparentan estar mucho menos “civilizados” que él…

Menos mal que mi Elur no habla porque si no…

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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