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Cecilia Casado

A partir de los 50

Paseos con mi perro.- El parque como muestrario de la vida

 

El calor bochornoso de los primeros días del otoño nos ha tenido a mi perro y a mí confinados bajo las copas de los árboles que adornan el barrio. Desmadejados en un banco del parque –yo sentada, él tumbado a mis pies- hemos acompañado de forma indolente el transcurrir de muchas horas. En silencio –no nos hablamos y no por eso estamos enfadados- hemos contemplado el ir y venir de las gentes, el paso liviano de la vida a treinta grados.

Los ladrillos de un colegio de críos ofrecen una magra sombra a los bancos de alrededor, que se ocupan y desocupan en función del movimiento de rotación de la tierra. Las campanadas enlatadas de la iglesia cercana despabilan el inevitable muermo de un tiempo que se ralentiza pero que sabe que no puede detenerse.

Son las cinco de la tarde y el hormiguero ha soltado a todas sus hormigas a pulular. Los niños, indiferentes a la temperatura, siguen sudando mientras meriendan a saltos, a gritos, a trompicones. Como hojas del otoño van depositando distraídamente en el césped, en la piedra del suelo, y con preferencia alrededor de las papeleras, los envoltorios de papel de colores propios de la edad. En pocos minutos, florecen brillantes rojos y azules, verdes y amarillos, flores de un día que morirán al comenzar la próxima mañana a manos del servicio municipal de limpieza.

Balones, patinetes, bicis y gritos inundan el espacio común que ahora es reducto privilegiado de los infantes. Los padres de tanto cachorro andan por ahí, camuflados en las terrazas de los bares, dirigiendo distraídas miradas a la espuma de las cervezas o de los cafés; de vez en cuando incluso a los críos. Hablan entre ellos en todos los idiomas posibles, a veces, también a gritos. Es una algarabía de cientos de pájaros que han perdido el sentido musical.

Los perros campan a sus anchas por los jardines desprovistos de correas y amarres; ellos también van depositando regalitos en la hierba, junto a las bolsas vacías de gusanitos, patatas, pipas y esa bollería industrial que es más barata que un bocadillo de los de toda la vida. Elur se pone en pie y tira del arnés que le sujeta a mi sombra. No entiende muy bien porqué otros sí y él no… y no tengo ni fuerzas ni ganas de explicárselo.

En el otro extremo del parque se sientan las personas mayores, lo más lejos posible de los infantes alborotadores. Ellos, también en pequeños grupos, parlotean de sus cosas y se visten de mal humor cuando algún balón mal dirigido les pasa rozando los huesos. Se apretujan cuatro y hasta cinco en un mismo banco, seguramente sea el espíritu de rebaño que no abandona nunca al ser humano gregario y sociable.

Hay bancos de hombres y otros ocupados por mujeres, como en los bailes de antaño, sólo que ahora ya no se miran de reojo ni profieren risitas dándose codazos unas a otras. A la derecha está la zona “de las viudas” y a la izquierda la de los hombres casados cuyas mujeres prefieren quedarse en casa viendo la tele. Como aceite y agua conviven sin rozarse apenas con la mirada y mucho menos con la palabra.

Entre ellos, parloteando por el teléfono móvil, los cuidadores de los ancianos en silla de ruedas, de procedencia lejana y no siempre identificable. Gente joven y fuerte que se gana la vida empujando los restos de tanto naufragio vital. Hablan en castellano rápido y meloso, con un deje musical que no tenemos los de por aquí, tan secos a pesar de tanta agua… También escucho hablar en árabe y en chino mandarín o cantonés. Los idiomas balcánicos no los identifico en absoluto. A veces juego a contar países y vidas en el parque.

Hay una pequeña letrina pública en mitad del camino principal. De esas que se llenan de agua limpiadora después de cada uso. Sirve para que los críos jueguen a encerrarse dentro y a encaramarse a su techo con peligro de romperse la crisma al subir y al bajar. Debe de ser divertido.

No hay “porretas” ni vagabundos a la vista. Por eso es un parque de tanta aceptación entre el vecindario que lo utiliza como extensión de su propio domicilio. Queda a mano, no cobran y se puede ensuciar sin que nadie te llame la atención.

Elur y yo solemos estar al fondo a la izquierda. Justo en la esquina donde no hay ningún bar, ni fuente, ni columpios, ni sol. El único sitio desde donde se puede observar sin molestar, el último reducto en el que mi perro y yo contemplamos la vida bullir mientras nada nos bulle por dentro. Algo parecido a un instante feliz.

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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