Uno cree que, con el paso de los años y el fin de muchas batallas, ha conseguido “diseñar” el entorno doméstico perfecto para sentirse en su madriguera, protegido, confortable, en paz con las peleas interiores y aislado de los ataques externos. Es ese concepto tan sutil que hace que a cuatro paredes y una antena en el tejado le llamemos “nuestra casa” y, como si fuera refugio ancestral de útero invulnerable permite al humano atribulado descansar de la batalla diaria en que se ha convertido la vida.
Sin embargo, existen muchos matices, muchísimos, que van a influir -para bien y para mal- en proporcionar esa sensación de confort y elegido abandono,
Nunca me sentí “en casa” en ningún hotel. Por muy “familiar” o lujoso que fuera, porque todavía no ha conseguido ningún arquitecto impregnar el espacio con la energía del amor, de la generosidad, del cariño y la entrega. Quizás sea por eso que tantas personas, aun viviendo en “hogares” en los que hay “de todo” siguen buscando febrilmente su lugar en el mundo.
Son las siete de la mañana en Mérida, capital de la provincia de Yucatán (Mexico). Todavía no se han despertado ni el calor ni los mosquitos y el porche fresco rodeado de naranjos -amargos- y limoneros -ácidos- envuelve mi cuerpo descansado y propicia el sentir que necesita inventar palabras después de horas de silencio.
El agua de la alberca parece invitarme a bañar mi contento. Uno de los dos gatos que se han instalado como okupas en el espacio fresco en el que, por arte de magia, aparece cada mañana un cuenco de comida y otro de agua limpia, me mira desde lejos. Probablemente piense que él llegó antes a esta casa donde vive una pareja joven que ya va teniendo arrugas en la cara …pero de tanto sonreir. Me mira circunspecto y no se acerca. Hace bien.
Por el flanco derecho, bajo los árboles que todavía no tienen nombre para mí bajan y suben, entran y salen, pájaros que cantan el ritmo de un reloj que no despierta a nadie. Hay muy poca brisa, el mar no está cerca, pero es temporada de vientos y la humedad también ha aprendido a volar y dar un respiro.
Ayer en la noche, con cansancio en las maletas y alegría en el corazón, llegamos a esta casa desconocida, nueva, diferente. Un pequeño laberinto de estancias dispuestas alrededor del patio, de los árboles, de los sueños de mis hijos que florecen exuberantes en medio de una vegetación singular.
He dormido en una cama fresca y acogedora. En una habitación que nada tiene de mí todavía porque es la primera vez que me acoge pero que ya me está ofreciendo la protección del buen sueño, del feliz descanso, la sensación de que todo vuelve a estar en orden en mi vida, a miles de kilómetros de la oficina del catastro donde figura, en letra algo torcida, que “tengo” una casa a mi nombre…
¿Dónde está nuestra casa de verdad? ¿Creemos que realmente sólo nos corresponde una en esta vida o tantas como corazones las puedan habitar?
Voy a buscar la cocina. Sé que está al otro lado del patio, rodeando la casa, tras una puerta donde todo lo que me espera me sonríe. Caminaré en silencio para no despertar a mi familia.
Estoy en casa. De nuevo.
En fin.
LaAlquimista
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