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Cecilia Casado

A partir de los 50

“Carnet de voyage” México. Yucatán. Mérida (I)

 

Cuando me previenen de que voy a recalar en una ciudad “colonial” ya se me está predisponiendo el ánimo a encontrarme con edificios seculares en mal estado de conservación, pero con una de esas pátinas románticas con las que los profesionales de las guías de viaje gustan de adornar el deterioro y el abandono arquitectónico.

La ciudad de Mérida -capital de Yucatán- se extiende lánguida como una tarde al sol. Sus barrios -Sur, Centro y Norte- delimitan perfectamente la geografía humana además de la social. El Sur, como en todas partes del mundo, alberga la algarabía de quienes viven en un día a día que no va más allá de lo inmediato, de una supervivencia teñida de un imaginario epicureísmo. Los habitantes del Centro nadan entre las dos aguas del quiero y no puedo y el puedo y no quiero que conforma la clase media -a punto de extinguirse al decir de los economistas-. En el Norte viven los que gustan de ser llamados (o lo exigen) “Casta divina”; un nombre que, de entrada, me ha dado repelús por las connotaciones despectivas y arrogantes que, quizás, crean llevar en sus genes quienes ahí habitan.

 

Pero a mí no me interesa más Mérida que la que se me ofrece como viajera/visitante, no como turista de hotel “con encanto” y cantina con canturriadas y tequila con sangrita a doblón de oro el trago.

Me ha gustado pasear su mercado a pleno sol -bajo la cobertura endeble de mi paraguas o peligro de derretirme-. Es éste lugar -el mercado- el que primero necesito hollar con mis pies cuando llego a un sitio desconocido. Ahí se mide el pulso de la tierra y de la gente; ahí no hay trampa ni cartón (como en los Centros Comerciales de alto standing que no dejan de sorprenderme, qué tontería comprar vinos de la Ribera del Duero y jamón de Jabugo para intentar paliar una nostalgia de manual).

 

El mercado Lucas de Gálvez o Mercado Grande, me enseña más en sus intrincadas callejuelas que cualquier guía de postín en papel couché, de una ciudad habitada por yucatecos, muchos de ellos mayas por cultura y tradición además de por la sangre ancestral que circula por sus vidas, tan despreciadas, explotadas, abrumadas como en todas las regiones y países donde una vez hubo colonización y después quedó el “uso y la costumbre” de aprovecharse del más débil. En el mercado puedo observarlo casi todo y comprar casi nada. Mis prejuicios y miedos occidentales me refrenan el impulso salvaje de querer tocar, oler, probar, dejarme invadir por los olores y el color y los aromas…

Puedo comprar tomates y calabacitas, cebollas y muchas hierbas para cocinar. La fruta es la del tiempo -ahora mandarinas y poco más-, el pescado no forma parte de la dieta habitual -por caro y culturalmente extraño-. Los puestecitos de comida me atraen y repelen a la vez. Me obligan a esperar a llegar a casa para ingerir alimentos “aptos” para mí: verduras biológicas cultivadas por (algunos) jubilados canadienses que tienen su propio mini-market los sábados en la calle Colón y donde venden a precio de oro encurtidos, repostería, huevos de gallina come-maiz y delicatessen que encantan a los pocos europeos y muchos norteamericanos que han recalado en esta ciudad para vivir bien con mayúsculas.

La Plaza Grande languidece al sol del mediodía en una especie de letargo del que sólo despertará al caer la noche sobre sus jardines y bancos de piedra “para parejas”, dos asientos enfrentados de lo más pintoresco. Es de noche cuando la Catedral luce acogedora y espléndida, cuando las terrazas se llenan de paseantes demorados y me apetece tomar un sorbete de naranja en una dulcería al aire libre; porque aquí ya toda la actividad adquiere su verdadera magnitud al aire libre…cuando el sol se cansa de fastidiar.

 

¿Quién preferirá acudir a cenar la exquisita cocina yucateca en un restaurante con aire acondicionado en vez de sentarse en el fresco patio interior de una casa donde las delicias de la sopa de lima y la cochinita pibil o el queso relleno van a engalanar la mesa y agradar al estómago bien acompañados de un agua de chaya?

 

Quiero probarlo todo -de nuevo y una y otra vez-, ir a donde van ellos, pasear por sus calles,  mirar sus rostros y dejar que ellos miren el mío. Que me sonrían y me digan: “wellcome” porque tengo pintas de “gringa” y no de “gallega”, que pegue conmigo la hebra el camarero del bar, el ocioso que está sintiendo la fresca, que me den la mano para saludarme y me digan, “qué, ¿de paseo por acá?” y yo contarles que mi hija vive acá, que trabaja con ellos, que come su comida y escucha su música, que no soy una turista más que compra huipiles fabricados en serie para hacer regalos a sus amigas en Navidad.

 

Ciudad extensa y extendida, sin apenas algún que otro edificio de siete pisos. Lisa y llana hasta el fondo donde está el mar que algunas noches imagino oler en la distancia. Pasear es un reto al astro rey antes de las siete de la tarde. Las distancias se cubren en auto o en bus, pocas bicicletas, menos ciclomotores. Uno se queda en su barrio a vivir y se desplaza para ganarse el pan. Es la vida igual a sí misma en cualquier parte. Hablen maya yucateco o español oficial. Con vaqueros o terno de huipil, polos de cocodrilo o guayaberas, las mujeres y los hombres de Mérida los siento tan cercanos como cualquier habitante de una comunidad autónoma española. Próximos si me miran con el corazón, lejanos si no me buscan los ojos. Eso no cambia en ningún lugar del mundo…

 

En fin.

 

LaAlquimista

 

Por si alguien desea contactar:

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Fotos: Cecilia Casado

 

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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