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Cecilia Casado

A partir de los 50

“Carnet de voyage” Mexico. Quintana Roo. Paseo por las islas

 

Quienes hemos nacido al borde del mar llevamos en un rinconcito de nuestra herencia genética la emoción por playas, mares, ríos y todos aquellos espacios que nos reconcilian con el líquido elemento de nuestro origen. Es algo un poco difícil de explicar a quienes son “de secano” porque nos miran como si fuéramos un poco fanáticos o quizás histéricos.

Eso me pasó al subir al ferry que nos llevaría a la Isla Holbox después de haber pasado una semana disfrutando de la ciudad de Mérida. La “ciudad blanca”, pero que no tiene ni tan siquiera un río en la superficie.

Desde Holbox se realizan agradables excursiones en barco para visitar las pequeñas islas de los alrededores. Un paseo acuático envueltos en pura naturaleza: aves como cormoranes, pelícanos y flamencos. Quizás delfines, iguanas y acaso cocodrilos entre las aguas de los manglares.

Las lanchas son sencillas, sin aspavientos confortables y el patrón -que tiene varias- dirige la operación de “carga” de pasajeros con una sonrisa afable. Los chalecos salvavidas descansan a nuestros pies y nos hace un guiño cómplice: si nos los ponemos nos asaremos de calor así que si sabemos nadar… De la misma amabilidad negligente hace gala una vez en alta mar, invitando a quien quiera arriesgarse, a trepar al toldo de la embarcación para disfrutar de la velocidad de la lancha “melena al viento”. A mí personalmente me parece una imprudencia temeraria y me quedo tan tranquila sujetando mi sombrero mientras la brisa marina me alborota los deseos. Cuestión de gustos.

La Isla de los Pájaros tiene una pequeño embarcadero con un par de torres de avistamiento de aves; hacemos “ah” y “oh” a la vista de unos cormoranes y unos cuantos flamencos rosados y me da la impresión de que todos aceptamos de buen grado retroceder a un tiempo de ensoñamiento, aquel en el que todavía podíamos emocionarnos ante la vista de algo maravilloso…o simplemente natural. ¿Qué nos impacta más, la expresión libre de la naturaleza o la obra del hombre?

Nos acercamos a la Isla de la Pasión -sin que nadie me explique el porqué de tal nombre- como no sea la asociación de sus bancos de arena inmaculados a las sábanas de un tálamo nupcial,  habitados por hermosas aves que, indiferentes a la invasión calma de su territorio, siguen mirando al horizonte azul, infinito, caliente, muy caliente.

En esta tierra hace un calor de castigo. Los turistas y los viajeros lo soportan porque se sabe que viene “en el lote”. Nos proveemos de abanicos y botellas de agua fresca allá donde podemos, las cabezas cubiertas, la crema solar rebosando grasientamente la piel. Pero el calor no es óbice ni impedimento para el disfrute de las hermosuras naturales que se ofrecen a nuestra vista. No así ese enemigo cuasi invisible, sanguinario -y nunca mejor dicho- confundido con los rayos de sol y la brisa del mar, esos habitantes que, por derecho propio, defienden su territorio a base de aniquilar la moral del “enemigo” con sus armas ancestrales y nunca obsoletas: los mosquitos.

Son de todo tipo y tamaño y de familias diversas. Grandes y pequeños, negros y transparentes; se cubren a veces con el manto que les hace invisibles y otras anuncian su “carga” con furiosos zumbidos. Ellos siempre ganan la batalla y dejan tras de sí cuerpos exangües echando pestes de los repelentes de insectos que nos han vendido en la farmacia antes de emprender el viaje asegurándonos que “con esto no te pica ni uno”.  Falso. Incierto. Ni siquiera los nativos de estas latitudes pueden librarse de tal plaga; lo que ocurre es que, al cabo del tiempo, quedan medio inmunizados y, como cuando aguantamos a alguien que nos molesta continuamente, acabamos por no notar ni su presencia ni sus “picotazos”. Con esto quiero decir que mi piel, al igual que la piel de todos mis compañeros de viaje, tiene un aspecto sencillamente repelente. Y nunca mejor dicho para resaltar la paradoja.

Al igual que en la vida, la imagen idílica, de tarjeta postal, de estos parajes oculta involuntariamente -y muy convenientemente-  todo aquello que no se ve a simple vista: el calor asfixiante y los mosquitos caníbales.

El cenote de Yalahau es otra cosa. Escondido en medio de una pequeña isla plena de manglares y animales que se ocultan ante el ruido atroz que hacemos los humanos, es un “ojo de mar”, un portento de la naturaleza que consiste en un gran agujero en medio de un laguito del que sale DESDE ABAJO una corriente de agua pura y cristalina. Lo curioso es que te invitan a sumergirte en ese líquido ancestral, incluso a beber unos sorbos -pero viendo al personal bañarse vestido y en amigable rebaño hay que ser muy arriesgado para dárselas de “salvaje” para beber de ese agua. El baño -largo, demorado- fue como una especie de “retorno a casa” puesto que la temperatura del agua era fría, como en el Cantábrico, vamos…

Alrededor del manglar, en contradicción hermosa y rara a la vez, una extensión de tierra que asemeja a la sabana africana. Arboles muertos entre vegetación amarilleada por el calor. Casi se espera ver aparecer por el ángulo izquierdo de la foto una manada de ñus o de elefantes…

Me llama la atención el hecho de que todos vamos vestidos de cualquier manera, por fin se ha resquebrajado el “dress code” que parece que metemos en el equipaje: esto para la mañana, esto para la tarde, lo demás para la noche. Y con sus complementos añadidos… Mea culpa por la parte que me toca, por supuesto…

¡Qué difícil es desprenderse de nuestros hábitos y costumbres! Adaptarse a otro clima, a otra cultura, ni siquiera al cabo de muchos meses puede que resulte una tarea tan sencilla, aunque sea necesaria para la supervivencia.

Acude esta reflexión a mi mente cuando suelo lanzar críticas algo rabiosas sobre los expatriados de otros países que se aposentan entre nosotros y no abandonan su “modus vivendi” ni su “modus operandi” aunque vivan en una cultura diametralmente opuesta a la suya. La integración es imposible excepto que sea interesada. Entonces sí, entonces yo me vuelvo yucateca si con eso consigo que no me piquen los mosquitos…

En fin.

LaAlquimista

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Fotos: Cecilia Casado

 

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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