He vuelto a hacerlo y sé que -por fin- ya no seré de otra manera, que le estoy perdiendo el miedo a la libertad de llevar a cabo todo aquello que siento en mi interior que realmente tengo que hacer.

Ocurre con demasiada frecuencia que nos da pavor salir de la “zona de confort”, de ese útero que no significa tanto, pero al que dotamos de un aura mágica, el mínimo país del que somos dueños y ni siquiera absolutos.

Las rutinas nos protegen incluso cuando la seguridad que venden a alto precio no nos convencen, duelen y hacen daño como sin querer, pero queriendo al fin y al cabo y nosotros, espectadores alelados, les dejamos horadarnos el alma.

Sé que soy valiente cuando cuelgo el sombrero de diario y me pongo el de aventurera. Busco sitios donde una vez dejé amigos, ciudades que fueron testigo de unas gotas de felicidad, esos recuerdos que son los únicos que valen la pena, postales en sepia que siguen cosquilleando mi interior.

Hago la maleta con mis mejores galas (quiero ser una bella viajera, como las de las novelas del siglo pasado o quizás hace ya dos siglos, cuando había heroínas románticas de baúl y sombrilla); telefoneo aquí y allá con sonrisas renovadas, alguien me invita y no tardo en salir de casa con billete de ida y que las ganas de volver afloren tan sólo cuando concluyan las ganas de estar lejos de casa.

No vivo en una caverna, no estoy encadenada a las sombras de la realidad, ninguna hoguera me separa de la luz que deseo me ilumine. Por el contrario, Platón me enseñó hace ya muchos lustros que la cobardía humana la inventaron los dioses para tenernos esclavizados a su imagen y semejanza. Las cadenas –si las hay- las pone uno mismo alrededor de la propia piel y luego tira la llave para poder quejarse y quejarse ad nauseam.

Pasear otras calles entre rostros sin referencia, sentarme en un viejo bar con veladores de mármol, estrenar un cuaderno rayado, mirar sin que me vean porque nadie me recuerda, detener el tiempo calentando mis manos sujetando la taza de una infusión exótica, no mirar el reloj, comer al sentir las ganas, demorar el pensamiento, aislarlo incluso de la emoción que puja y empuja por hallar su lugar en la pequeña aventura de vivir un poco más como sujeto y no como un complemento circunstancial, un poco aún…

Un cine con películas en versión original, el paseo agarrando el bolso para no tentar a los que necesitan más que yo mis parcas monedas, andar calles que no quieren darse por vencidas, volver al lugar donde me esperan y escuchan mi cuento. Dormir el agotamiento de los ojos circunspectos, dejarme lavar el cabello en un extraño salón chino de masajes, comer algo que no sé muy bien de qué está hecho pero que huele a gloria bendita.

Sacar fotos de una farola diferente, de los balcones de postal; mirar a la gente sin soberbia, mimetizar mi esencia con la de ellos un instante, tan diferentes y, sin embargo, tan iguales a mí, tan necesitados de mirarse en un espejo distinto alguna vez.

Mover la vida, moverse con la vida, dejar ya de una vez por todas el discurso de la pena, cortarle las alas al miedo a volar, tomar conciencia de lo que la vida ES, que no es otra cosa que lo que nosotros hacemos de ella…

Vivir para uno mismo compartiendo con los otros, pero primero desde el interior, porque nadie da lo que no tiene y si no sentimos el gozo de la vida difícilmente nadie que esté cerca podrá percibirlo. Todo se contagia… lo bueno, también.

En fin.

LaAlquimista

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“No puedo permitirme el lujo de perder el tiempo en cosas que no me apetecen” Paolo Sorrentino. “La gran belleza”