Hay un chiste que siempre me ha hecho mucha gracia. Es ése de la mujer viuda que celebra con una Misa el aniversario de la muerte de su esposo. Reza por él y en un momento de sinceridad le dice: -“ Ay, marido mío. Tú en el Cielo…¡pero yo en la Gloria!” También me ha llamado siempre la atención las viudas que se juntan en alegre cuadrilla para solazarse en playas lejanas –o lejanísimas- y viven sus años “de gloria” en recuperada salud, alegría y ganas de “hacer cosas nuevas”. Incluso se aprecia en muchas de ellas el síndrome del Ave Fénix… ¿Por qué será?
Luego están las solteras “de toda la vida”. Un extenso grupo de mujeres que fue denostado durante varias generaciones –cuando no compadecido- y que se me muestran ahora como el súmmum de la independencia, la libertad y la buena vida elevada a la enésima potencia. Sin compromisos ni obligaciones, con TODO EL SUELDO para ellas solas; sin perro que les ladre –aunque algunas adopten uno- y liberadas de la angustia del “qué pongo para cenar”, porque si no quieren, no cenan y punto. Bien es verdad que a quien Dios no le da hijos le da sobrinos, pero no deja de ser una anécdota colateral. Viajan a donde quieren y cuando quieren, llaman a los gremios cuando se les estropea algo y no tienen que dar cuentas más que a sí mismas de cómo administran su casa y su peculio.
Tampoco es capítulo baladí el de las divorciadas –entre el que me encuentro- aunque este grupo es más problemático. Casi siempre suele haber hijos a los que cuidar y proteger –incluso cuando ya han acabado la universidad- y ex maridos que, con demasiada frecuencia, insisten en dar la lata con diversas salidas de tono, casi todas económicas.
Estos tres grupos de mujeres se mezclan entre sí, a partir de un determinado momento vital, con un denominador común: las ganas de vivir, de hacer cosas en libertad y sin cortapisa alguna.
Cuando aparece en el horizonte una amiga casada o emparejada ya se sabe lo que va a ocurrir: que todas escucharán en silencio –pero pensando vaya usted a saber qué- las cuitas de la mujer que tiene a un hombre en casa o en el libro de familia. Porque es notorio que las mujeres casadas hablan de sus maridos (bien o mal) como tema preferente, al igual que las jóvenes mamás hablan de sus niñitos cuando se juntan en el parque.
La gran diferencia entre las solteras de toda la vida y el resto de mujeres a quienes hago referencia es que, las primeras no se quejan de su condición y la asumen con bastante alegría y sentido positivo. Las demás, van superando etapas como pueden; unas veces con dolor y traumas, otras con pena y nostalgia, pero girando siempre el concepto “felicidad” alrededor del hombre o del estatus que aporta a la mujer como “Señora de”.
Hace ya varios años que estoy desparejada, es decir, que perdí por el camino –o dejé que se perdiera- al último hombre de mi vida. A partir de aquel momento, y una vez superado el estupor inicial (soy libre, me tengo a mí misma, puedo ver la cadena de televisión que quiera, dormiré sin ronquidos que me molesten) ha ido apareciendo en mi conciencia algo parecido a un nirvana cotidiano, un nuevo destino en mi andadura cuyo camino lleva a mi propio interior, sin interferencias de ningún tipo.
No tener pareja no es una desgracia, sino una posibilidad que tiene todos los visos de convertirse en privilegio. Un destino de lujo que no está al alcance más que de aquellas personas –hombres o mujeres- que aprenden a valerse por sí mismos, a superar la soledad exterior y que comprenden que el amor no viene de fuera…en ningún caso.
En fin.
LaAlquimista
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