Vaya por delante que siempre he preferido Paris a Londres, Voltaire a Shakespeare y la bouillabaisse al fish&chips. Al contrario pues de muchos paisanos, jamás he llamado a los franceses por apelativos deshonestos (malgré Napoleón) y siempre me he sentido en el país vecino como en casa: acogida y protegida. Obviamente tengo muchos amigos franceses, pero me los he ganado a pulso que es como hay que ganarse a todos los amigos y ellos me aceptan “a pesar” de ser española.
Pero, aunque estas tierras francesas las recorro con naturalidad y mucho cariño, no dejo de sorprenderme, una y otra vez, de las grandes diferencias culturales que nos habitan a unos y a otros.
Que te pongan encima de la mesa una ensalada y que no le puedas hincar el diente hasta el postre para comerla acompañando al queso –que tampoco es el postre sino el “tercer plato”- me ha llegado a poner nerviosa en alguna ocasión. ¡Que no me gusta la escarola con camembert!
Que confundan la hora del Angelus con la de la comida, la de la siesta con el paseo vespertino y que cuando andas con ganas de salir a dar una vuelta sea ya la hora de cenar, es un desbarajuste estomacal digno de ser tenido en cuenta.
Que la mantequilla la usen para freir cosas en la sartén y el aceite de oliva lo consideren una delikatessen y aliñen las ensaladas con mostaza y vinagre son también pequeñas pesadillas que uno tiene que afrontar con la mejor de las voluntades.
Luego está todo lo bueno que tienen: los foie-gras, el champagne y alguna que otra fruslería gastronómica más, siempre y cuando no te pongan rabanitos de aperitivo en vez de aceitunas.
Así que me he venido a estas tierras galas con mis mejores presentes/regalos para compartir. Una botella de AOVE bajo el brazo, dos cabezas de ajos, un cogote de merluza, gambas blancas, jamón de bellota y queso de Idiazábal. Sin olvidar la sidra de Astigarraga, las nueces, el membrillo y un botecillo de “langostinos de Ibarra” para acompañar unas babarrunas de esas que se crían por Tolosa y hacen buen maridaje con la morcilla de Beasain.
Cocino con amor, con mucho amor. En la mesa nos hermanamos aprendiendo los unos de los otros. Valoro lo que me ponen en el plato porque tengo que darme cuenta de que me lo sirven con el mismo cariño que he puesto yo en hacer la merluza, a pesar de la cara de susto de mi amiga N. cuando ha visto la cabeza y el torso del pescado y me ha mirado asustada a la vez que me preguntaba: “¿Estás segura de que ESO se come?”. Luego, chupando con los dedos la kokotxa de la merluza, decía…”Fabuleux…mais après!” (Fabuloso…pero ¡después!)
Nos damos el margen de la amistad, presuponemos la buena intención, nos adaptamos a horarios diferentes, costumbres inusitadas, hábitos un poco surrealistas…todo ello en aras de la buena convivencia, del agradecimiento, de sabernos personas-humanas en vez de franceses o españoles…
Estoy en su casa y me respeta ella a mí tanto como si estuviéramos en la mía…y eso es una lección que no debo dejar escapar sin aprender y, sobre todo, agradecer.
Su gata Vaga y mi perrillo Elur siguen jugando juntos y correteando por el jardín. Ella ha aprendido a comer el pienso de Elur y él picotea las croquetas de ella…y luego beben del mismo bol de agua.
Todo un ejemplo.
En fin.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com