A estas alturas de la película cualquiera sabe que es tarea absurda e inicua el intento –por pequeño que éste sea- de cambiar las actitudes ajenas para que el guión se adecue a las necesidades propias. Sin embargo, es muy curioso comprobar cómo de mil maneras diferentes nos educaron bajo el mensaje de que no sólo ese cambio “de los otros” es posible, sino que dependerá de cuan inteligentes seamos nosotros para conseguirlo, aunque sea por el procedimiento de la manipulación, el chantaje emocional o la pura y simple imposición.
A las mujeres sobre todo se nos grabó a fuego en el carnet de “buena chica” falacias absurdas avaladas por el saber popular –y muchas veces ignorante- de nuestras madres y abuelas. Aquello de: “no te preocupes, ya cambiará cuando os caséis” que se aplicaba lo mismo al chico con tendencias alcohólicas como al que corría detrás de cualquier falda que moviera el viento. Y sí que cambiaba, vaya que sí… pero para peor.
Se presentaba al hombre como un ser inmaduro, voluble e impresionable que daba el salto del regazo de su madre al de su futura esposa sin más criterio personal que su pequeño espacio para lo lúdico –léase fútbol, sociedad o cuadrilla de amigotes- y a la mujer, a la esposa, como una especie de “educadora” que le tenía que enseñar poco menos que a hacerse el nudo de la corbata. Es decir: se obviaban los defectos dejándolos en “stand by” con la estúpida convicción de que con amor, tesón y paciencia por parte de la pareja acabarían disolviéndose en las brumas matrimoniales.
No sé de primera mano qué les inculcaban a los hombres con respecto a las mujeres porque nunca he tenido hermanos y mis primos estaban lejanos, pero lo que sí sé es que las barbaridades que nos inculcaron a las chicas de mi generación no tenían nada que envidiar a las que supongo metieron en la cabeza de los chicos con los que teníamos que “batirnos el cobre”.
Y ahí andamos todavía parejas en los cincuenta, en los sesenta y más, pretendiendo TODAVÍA que la otra persona cambie de actitud en algo en lo que está acendrado desde que hizo la primera comunión: que tenga gestos de cariño si resulta que nunca los recibió en la infancia, que no levante la voz cuando igual no escuchó más que gritos en su casa, que respete a la pareja y resulta que su padre trató a su madre a patadas o su madre se pasó la vida humillando al padre o que muestre generosidad cuando le enseñaron a practicar el egoismo con mil y un ejemplos del tipo “primero yo, luego yo y después yo”.
Y para colmo, en general, somos las mujeres las que “pretendemos” en una gran mayoría que sean “ellos” los que cambien, los que se esfuercen, quienes tomen conciencia de lo absurdo de seguir manteniendo posturas que hacen infelices a ambos miembros de la pareja…pretendiendo actualizar la falacia del cambio y exigiéndola a la otra persona.
¿Para cuándo la toma de conciencia mínima de que cualquier cambio que deseemos debe empezar a nivel personal?
Todas y cada una de las situaciones adversas por las que he tenido que atravesar en la vida las he podido superar con más o menos rasguños emocionales de una única manera: modificando mi ACTITUD con respecto a la situación que me producía infelicidad.
Un buen día comprendí que era mucho más sencillo tomar las riendas de mi propia vida que intentar manejar la vida de los demás. ¡Demasiado e infructuoso trabajo!
En fin.
LaAlquimista
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