El otro día salí a dar una vuelta con mi amiga Eva. Fui yo quien le llamó porque es una mujer cuya compañía siempre me levanta el ánimo, que no es que yo estuviera decaída, pero irradia tanta energía, tanta luz, que pasar con ella unas horas es como conectarse a la batería-madre del universo.
Eva es veintidós años más joven que yo, que no es lo mismo que darle la vuelta a la frase y decir que yo soy veintidós años mayor que ella. Y lo digo así porque tengo que ser bien consciente de todo lo que aprendo de ella a pesar de que tantas veces los “mayores” creemos a pies juntillas eso de que “la experiencia es un grado” sin darnos cuenta de que no todas las biografías son igual de enjundiosas ni todas las personas transitan por el camino trillado del rebaño.
La diferencia de edad entre las personas establece por defecto una especie de barrera ante la que hay que pararse a mirar si viene el tren; es decir, en no pocas ocasiones me he topado con una locomotora mayor que yo, que pretendía saber más que yo, que conocía de la vida lo que yo ni avistaba de lejos y que, en definitiva, relegaba mi discurso inexperimentado al furgón de cola. En este grupo están los educadores, los familiares, los que nos han mirado desde una atalaya bamboleante de pretendida sabiduría (muchas veces popular y basada en la ignorancia individual) de lugares comunes y topicazos como eso de que “sabe más el diablo por viejo que por diablo”.
Estando con personas humanas como mi amiga Eva se derriban de un manotazo inesperado las barreras invisibles que marca la diferencia de edad. Ni a favor de una ni de otra sino igualándonos en el mismo plano lleno de vida, de fuerza, de ilusiones e incluso de miedos.
Los veintidós años “de más” que tengo con respecto a ella –y los muchos más que tengo con respecto a mis hijas y otras personas queridas- no me sirven absolutamente para nada si no van acompañadas de una actitud humilde; ni siquiera para pasar la primera por una puerta, como no sea la puerta que está al final del largo pasillo para todos…
Le conté mis cosas y ella me contó las suyas. Coincidimos en situaciones igual de absurdas, en ese surrealismo continuo que es la vida y la interacción de las gentes. Miramos hacia atrás y no vimos más que un campo verde del que nunca se fue la primavera y cuando hablamos del futuro no se nos ocurrió más que levantar la copa y brindar por todo lo bueno que pudiera depararnos.
Mi pequeño aprendizaje del tiempo que pasé con mi amiga consistió en darme cuenta de que me hace mucho más feliz no poner barreras con las personas más jóvenes que yo y descubrir que si yo no las pongo, esas barreras desaparecen por completo. Y de paso arrancar de cuajo el prejuicio que me ha tenido encadenada –y muchas veces alejada- a una visión extraña para con las personas mayores que yo…
Así que ya tengo otro trabajo pendiente para hacer los deberes este curso…gracias a mi querida y joven amiga Eva.
En fin.
LaAlquimista
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