Siempre me han llamado poderosamente la atención esas personas que proclaman “llevarse bien con todo el mundo”; incluso en algún tiempo las envidié porque yo también quería ser aceptada por mi entorno, suscitar simpatías, que hablaran bien de mí y me tuvieran en consideración, que mi presencia fuera una brisa y no aire frío de tormenta.
Aunque eso sólo fue hasta que me di cuenta de que quien hablaba era mi ego vestido de engreimiento y no mi ser más profundo que viaja casi desnudo. Pero acallar el ego es tan difícil como poner puertas al campo; lo más que he llegado a conseguir ha sido una especie de “consenso” para que no hable a destiempo, domine su ímpetu avasallador y se atenga a la “media hora de seguridad” emocional y espiritual que necesito para sentirme bien conmigo misma.
Ya no cumplo los sesenta y sigue dando coletazos el problema relacional que me asfixiaba a los veinte por más que he intentado limar las asperezas propias y aceptar las ajenas.
¡A cuántos nos ocurre que, al conocer a una persona amable, simpática y con la que sintonizamos de inmediato, no vemos más allá de la luz de su mirada! Y, si esta luz es diáfana y sincera, ¿cómo no entregarnos a la amistad sin pedir referencias o escudriñar su currículum emocional? No juzgar los entresijos del comportamiento es quizás la única manera de conseguir una amistad sincera.
Sin embargo sé que me equivoco porque cuando se rasca en la superficie aparecen los desconchones que todos ocultamos con diversas capas de maquillaje intelectual o espiritual. A pesar de reiventarnos cada día, es preciso corregir el rumbo, reconocer errores y cambiar de actitud… Si todo es movimiento, ¿cómo quedarnos estancados?
Y es por eso que se producen los chirridos y los choques, porque cuando las personas intimamos se va teniendo acceso a los “datos del sumario secreto” de la vida de cada cual, se comparten confidencias, el alma se desnuda y ya no se puede cerrar la puerta por la que entrarán tanto el calor de la amistad como el frío de la desconsideración.
Algunos añadieron tachones a mi biografía, otros “corrigieron mi examen” y pusieron lápiz rojo donde no les agradó lo que hallaron y a esa condena de alguno de mis comportamientos, alguno de mis actos,-aunque estos no les concernieran directamente- pusieron sentencia inapelable.
Pero claro…una aprende con los años y, al final, ha resultado que he acabado yo también eligiendo a mis amigos, dejando de sonreir a quien no me respetaba, apartándome con firmeza de aquellas personas que me han tratado con hipocresía y a cuya vera no me he sentido feliz
En ese ejercicio de libertad consciente, de inteligencia emocional tranquila y sopesada, es cuando he aceptado que no puedo llevarme bien con todo el mundo, que siempre habrá personas a las que yo les caiga mal y que me caigan mal a mí y que es justo, es necesario, es incluso sano que así sea.
Por eso ya no me daña anímicamente que quienes sienten la vida de forma diferente a como la siento yo me vuelvan la espalda; ni siento dolor ante el rechazo de los que explican un discurso que no entiendo ni comparto. Poco a poco voy encontrando “mi sitio” y sintiéndome a gusto en él; aunque sea de los últimos de la fila.
En fin.
LaAlquimista
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