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Cecilia Casado

A partir de los 50

Mujeres (siempre) detrás de los hombres

 

La primera vez en mi vida que me crucé con una mujer con la cabeza y el rostro tapado fue en el invierno de 1976, en el metro de Paris, en mi primer viaje a la gran urbe que luego tanto he llegado a amar. Mi asombro no tenía más límites que los de mi inteligencia de veinteañera contemplando la abigarrada y variopinta multitud que se arracimaba en los vagones. Jamás en mi vida había visto “en directo” a personas de tantas razas mezcladas. Negros de todos los matices y países, asiáticos inidentificables, europeos de todos los confines, todos ellos tan asombrosamente diferentes a la vez que iguales a mí… Pero si había un cierto regocijo cosmopolita en mi incipiente alma de viajera este se vio enseguida mutilado por la evidencia de aquellas mujeres con el rostro tapado, ostentosamente musulmanas, que se situaban justo detrás del hombre o los hombres que las acompañaban o quizás custodiaban, pero nunca escoltaban.

De repente se me vinieron encima los textos de la Beauvoir, la Woolf o la Nin, en un abanico extemporáneo y catálogo viviente del sometimiento femenino a las leyes y normas masculinas; fue un hachazo que destapó mis resquicios –cuando no eran más que atisbos- feministas, a pesar de haber pasado de puntillas por el “feminismo de salón” que imperaba en mi ciudad de provincias. Entonces tomé conciencia de que existía realmente otro lugar en el que las mujeres de medio mundo no tenían nada que rascar, el lugar que está literalmente detrás de los hombres.

Aquel viaje y aquella experiencia me provocó una revulsión interior, me llegué a escandalizar y rasgar las vestiduras emocionales, mi intelecto recibió en vivo y en directo el golpe de la diferencia basada en la sumisión, el acatamiento al orden religioso, la mansedumbre incuestionada ante el macho del rebaño…

Como no hay más conocimiento que valga la pena que el empírico (en ciertos temas) se desató en mí una especie de curiosidad/deseo de ver cómo vivían otras mujeres lejanas, desconocidas, impensables, y así viajé a India y países vecinos donde encontré a la mujer con la cara destapada y el vientre al aire (gracias al sari habitual) pero cuya dignidad seguía yendo a reconcón del varón de la especie. Me estremecí cuando presencié en Benarés cremaciones de cadáveres a dos metros de distancia y me confirmaron que, hasta hacía bien poco, muchas viudas se inmolaban junto con el esposo porque esa era la costumbre a la que no podían sustraerse. En Tailandia, junto a uno de los mejores hoteles de Bangkok, visité un prostíbulo –como observadora- en el que se exhibían y alquilaban por horas criaturas del sexo femenino que seguían estando en la pubertad y mi indignación y mi dolor creció por encima de lo imaginable. En Nepal encontré a mujeres silenciosas, esclavizadas, reducidas a una sombra invisible, como la Kumari, esa diosa/niña que permanece encerrada mientras es virgen, mientras espera la menstruación, en una esclavitud venerada. La Kumari real de Katmandú lleva desde los tres años alejada física y mentalmente del mundo, apartada de su familia, torturada psicológicamente por el fanatismo y la costumbre hinduista.

Los países musulmanes que a lo largo de los años he visitado me han ofrecido un contacto posible con la realidad de una religión aceptada, defendida y enaltecida por la propia mujer que es censora y jueza de su propia conducta de una forma rígida e incluso deshumanizada. Siempre cuento la anécdota de cuando mis hijas y yo hubimos de “disfrazarnos de musulmanas” comprando ropajes y pañuelos adecuados para poder transitar las calles de ciertos pueblos de Jordania mientras su reina, la del papel couché, se viste de Dios o de Dior para dar imagen de aperturismo mientras que su pueblo, sus mujeres siguen teniendo menos valor que la comida que sobra y se da a los animales. De Turquía a Egipto no mejora la situación por muchos intentos de europeizar (maquillar) el tema. De los países del Magreb prefiero no hablar porque se me saltan las lágrimas de rabia; si alguna vez me pierdo que no me busquen allí.

En tierras africanas de Kenya o Senegal no fue mejor la cosa; allí las mujeres son hermosas y van ligeras de ropa, y aun siendo muchas cristianas, no tienen más derecho que el que el macho de la aldea les quiera otorgar, conformando un harem del que son responsables ellas y del cuidado de los hijos que les son engendrados al capricho de la testosterona del hombre.

No fue menor el impacto que recibí de la mujer judía en la ciudad de Jerusalén. Ortodoxas y hasídicas nacen para procrear, ocultan sus cabellos cortados bajo siniestras pelucas y no pueden mirar al hombre a los ojos ni tan siquiera darle la mano para saludarlo. Enmarcadas en un estado conflictivo, violento y beligerante como es el de Israel, su sumisión atávica no tiene hoy en día viso alguno de elevar su dignidad al mínimo que cualquier dios, incluido el suyo, debería exigir para cualquier ser humano.

Dejo en el tintero a la mujer latina, cubana, sudamericana, mexicana e indígena que sigue estando a merced de las voluntades machistas, soportando leyes infamantes, negándoseles derechos que para nosotros son connaturales al ser humano. Dejo en el tintero mucho más porque no deseo que se interpreten mis palabras como generalidades ya que no lo son en absoluto.

Aquí mismo, a la vuelta de la esquina, sigo viendo a matrimonios de cierta edad caminando ellas por delante, ellos por detrás, -como si la inversión del lugar significara algo, que supongo que significa que si los hombres van detrás es para vigilar a las mujeres- hablando entre ellas de “cosas de mujeres” y entre ellos de “cosas de hombres”. Y aunque digan que existe el matriarcado, de puertas para adentro el que grita es el hombre –cuando le da por gritar- y el que suelta los puñetazos es también el hombre –cuando le da por sacar a pasear a la bestia que todos llevamos dentro. Lo que pasa es que aquí hemos instaurado la estupidez esa de lo “políticamente correcto” –que es la actualización del aforismo “la ropa sucia se lava en casa”- y ya no se puede llamar al pan, pan y al vino, vino porque queda feo.

Pero la realidad es que, aquí mismo, es casi siempre la mujer la que renuncia a su puesto de trabajo para seguir al marido; es la mujer la que pide permisos mil para llevar a sus hijos al médico; es la mujer la que terminada su jornada laboral va a hacer la compra, organiza y gestiona la casa y la familia y, todavía para más INRI, si te descuidas le deja al marido preparada la ropa que tiene que llevar al día siguiente al trabajo.

La mujer sigue estando detrás, pero no como vigilante o directora del espectáculo, sino como tramoyista, camarera, limpiadora, en ese backstage inmenso que abarca toda la infraestructura de la pareja.

La estupidez esa de que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer” es el premio de consolación para todas las que no han sido invitadas a la fiesta…

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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