Cuando se habla de tener una actitud positiva ante la vida suele ser muy habitual que la reacción automática del oyente sea la de bloquear sus conductos auditivos mediante el ejercicio de desplazar la mente a otro lugar: sencillamente, se desconecta por falta de interés. Y esto ocurre porque estamos más que hartos de gurús bienpensantes y de amigos complacientes que pretenden enseñarnos (¡a nosotros!) lo bien que lo hacen ellos y lo mal que lo hacemos los demás en el tan farragoso tema de pelear con el día a día de la existencia.
Afortunadamente –y nunca sabremos hasta qué punto somos de verdad afortunados- nuestras vicisitudes cotidianas no van más lejos del hecho de bregar con gente antipática en el trabajo, algún que otro familiar “tocapelotas” y los malabarismos habituales para gestionar el no siempre tan grueso peculio personal. De vez en cuando pasa algo más grave: una enfermedad, un descalabro afectivo, un tropiezo profesional. Nada comparable con la miseria, la guerra, el desamparo o el desarraigo en el que vive media humanidad.
Sin embargo, seguimos pensando (y a veces no nos queda más remedio) que somos el ombligo de nuestro pequeño mundo y hacemos una montaña de un grano de arena por motivos que –objetivamente analizados- no tendrían que provocarnos más reacción que la de levantar una ceja. Lo que ocurre es que no sabemos cómo reaccionar ante la vida…sobre todo porque pensamos que SIEMPRE hay que reaccionar –como se espera que reaccionen las personas normales-para que no nos tomen por imbéciles.
Y ahí es donde entra lo que digo al principio: “mi actitud me salva”, y aseguro que hablo únicamente de experiencia personal, no de nada que haya leído en un libro de autoayuda de esos de teorías de fácil lectura y difícil puesta en práctica.
¿Que tu pareja ya no te hace apenas caso, tus hijos lo dejan todo patas arriba, nadie valora lo que haces por la familia? ¿Que tus amigos apenas cuentan contigo o hacen los planes que menos te gustan, que no te corresponden en la medida que tú les das, o se olvidan de llamar cuando te ocurre algo? ¿Que te duele la cabeza o la espalda o estás siempre cansado y sigues teniendo que estar al pie del cañón?
¿Qué nos puede salvar de todo esto y de mil pequeñas/grandes cosas más? En realidad, estos problemas vienen de fuera, son estímulos que golpean contra nosotros, buscando, provocando la reacción, exigiendo tributo, posicionamiento, descomponiendo el equilibrio en el que nos hallamos más o menos cómodamente instalados y producen dolor físico, dolor anímico, dolor emocional.
En realidad, yo sigo siendo YO, a pesar de todo lo anterior. No soy mala persona porque mi pareja me ignore, ni tengo el corazón de piedra porque a mi familia le caiga mal, ni soy una piltrafa porque algunas personas se empeñen en no respetarme. Esos son, sin duda alguna, SUS PROBLEMAS, no los míos, yo no soy lo que los demás piensan de mí, sino lo que SOY…y punto.
El que juzga y condena se amarga por dentro. El que critica y aparta se erige en un dios de porquería. El que dice saber más que los demás no demuestra más que su propia ignorancia y –el peor de todos-:quien cree que su amor vale mucho más que el de los otros, ése sí que está bien alejado de la esencia misma del amor.
De todo esto me salva mi actitud. Lo comprendo y lo dejo pasar; no me corresponde a mí ser receptáculo de esos estímulos ajenos, me niego a aceptar ese “regalo” que viene envuelto en papel de periódico viejo. Me basta con saber lo que soy, quién soy en mi interior y adoptar la actitud de dejar que el mundo siga girando sin mi innecesaria participación en el desasosiego colectivo.
Me quedo en mí misma, en mi lugar, en mi interior, desde donde las molestias de vivir no tienen apenas importancia porque elijo tener una actitud positiva que me protege de los desmanes ajenos… y así puedo dedicarme en exclusiva a controlar los desmanes propios.
En fin.
* Leyendo “Creatividad y plenitud de vida” de Antonio Blay Fontcuberta.
LaAlquimista
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