Cuando era muy joven me fascinaban los días de tormenta y furioso oleaje; protegida de la lluvia –y todavía de la vida- era un placer inefable acercarse a las furiosas rompientes donde la mar, invadiendo la ciudad, pretendía lavarlo todo con agua fría, salada, salvaje. Fueron tiempos en los que, con inexplicable valentía, exponíamos cuerpo y alma a la furia de los elementos, en un espectáculo del que nos erigíamos en co-protagonistas de la fuerza que venía de las aguas.
Ahora, más avezados en todo tipo de lides, gustamos de asomarnos desde detrás de la barrera, protegidos de cualquier embate, pero todavía emocionados en lo más hondo, de alguna manera…
Pasear la ciudad como si estuviéramos inventándola, con los ojos de un niño o un visitante de secano, dejándonos llevar por esa percepción que surge de lo más hondo, sin paraguas ni barreras protectoras; sintiendo, nada más que sintiendo, lo que penetra por la retina, por los poros, por la puerta grande de la vida llena de vida y de lluvia, de viento, de alegría
Acercarse sin miedo ni peligro a los elementos, abandonar por unas hora el refugio caliente, exponernos, olvidar tanto miedo, ofrecerse a lo que ES y olvidar lo que tendría que ser.
Dejarse contagiar por la fuerza de la naturaleza, imitarla –por qué no-, comprender que todo es eterno mientras dura, diluir el pensamiento en esa mezcla de salitre y lágrimas, de viento y suspiros…
No hacer nada y sentirlo todo, caminar sin destino pero con paso certero, abrir el corazón y tirar la llave porque no hay candado que lo ciña. Un trabajo sencillo que nos llevará toda la vida…
En fin.
LaAlquimista
Fotos: Cecilia Casado
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