Las fiestas navideñas supusieron durante toda mi infancia un tiempo feliz, de hecho EL TIEMPO FELIZ por antonomasia. Y no se piense que mi emoción estaba suscitada por la presumible y deseada, que también, recepción de los regalos del día de Reyes, sino porque era una época en la que nos enseñaron a respirar AMOR, a vivir cada día el AMOR, como si el aire del mes de Diciembre, a partir del solsticio, estuviera cargado de átomos emocionalmente amorosos.
Primero en el colegio, las monjas, ya nos iban preparando y conduciendo al nacimiento bendito y venturoso de una criaturita humilde, venida del cielo, concebida “sin pecado” –que el pecado se entendía como que había sido concebida sin ayuntamiento carnal aunque luego nos explicaran que era otro “pecado” (del extensísimo catálogo disponible) al que se referían ellas, las monjitas. ¡Era todo tan bonito! Incluso me parecía que la nieve –de algodón blanco en los belenes- no producía frío, el asno en el que María viajó sería tan cómodo como el coche de mi padre y que el buey calentaba el portal de Belén tanto como la “catalítica” que teníamos en el salón de casa.
Ensayábamos los villancicos “elegantes”, tipo el Adeste Fideles y tal porque las zambombas y canturriadas no te las enseñaban las monjas, supongo que por considerarlas ordinarias y vulgares. Claro que luego en casa había tres cuartos de lo mismo ya que jamás se cantaron villancicos a voz en grito después del turrón, sino tan sólo cosas “finas”, e incluso alguien llegó a comprar un disco titulado “El pequeño tamborilero” que destrozó nuestras sobremesas hasta más que cumplidos los veinte años (creo que el disco se rayó y ya no se repuso, menos mal).
Las Navidades de mi infancia fueron muy felices porque me creí a pies juntillas que, en esas fechas, todo el mundo tenía algo así como la “obligación sagrada” de ser bueno. Y algo parecía, desde luego, puesto que en casa había más sonrisas amables que gritos y si alguien sacaba los pies del tiesto enseguida se le conminaba a volverlos a meter diciéndole: “eh, que estamos en Navidad…”. Así que, como decía, todos éramos más o menos mejores que el resto del año o por lo menos lo aparentábamos.
El tema de enviar felicitaciones navideñas, tontamente llamadas
christmas era un capítulo aparte. Era todo un ritual ir a la librería de la esquina y elegirlos cuidadosamente. Había unos de un tal Ferrandis con unos muñequitos horrendos, mofletudos e irreales, pero eran los que más me gustaban, aunque en casa se compraba para enviar a la lejana familia y a las amistades alguna representación de Murillo o similar en la que se reprodujera una Sagrada Familia como Dios mandaba…Había que enviar muchos christmas para recibir otros tantos de vuelta y poderlos colgar con cintas rojas de las puertas o ponerlos encima de la tele para que se viera cuantos amigos y familiares teníamos. (Esto seguro que es una tontería, pero las amigas hablábamos de “a ver quien recibe más christmas este año”)
En mi casa no se ponía un nacimiento o belén al uso. Habiendo cuatro criaturas en edad de soñar e imaginar, nos limitábamos a colocar encima de una mesita en la sala unas figuras de porcelana (de la buena, eso sí) representando “el misterio”: La Virgen, San José, el niño desnudito y la mula y el buey. ¡Aquello era inaudito comparado con los belenes que se organizaban –en todos los sentidos- en casa de mis amigas! Nunca hubo una explicación razonada ni convincente de porqué no montábamos el belén, pero curiosamente, unos cuarenta años después, cuando la infancia se nos había perdido irremediablemente a todas las hijas, mi madre tomó el gusto de comprar un “portal” de los de corcho y virutas de paja, y figuritas de pacotilla del todo a cien, y poner musgo y algún río de papel de plata y animalitos, pastorcillos y hasta los tres reyes magos con sus ofrendas… ¡Qué cosas…!
El árbol de Navidad con bolas y espumillón lo empezamos a poner en casa cuando yo ya tenía unos doce años –no antes- y porque a mis hermanas (pequeñas) les hacía mucha ilusión. ¡Fue toda una innovación que mis padres aceptaran aquella “costumbre extranjera y pagana”, pero estuvo bien que la aceptaran a pesar de las protestas de mi padre que tenía que ir a cargarlo en la baca del coche a la puerta del mercado de San Martín y luego deshacerse de él cuando las agujas se quedaban secas y morían junto con la Navidad.
Aun y todo, seguíamos siendo todos “buenos” en casa y era como una tregua bendita que duraba lo que las vacaciones del colegio; una vez pasado el 6 de Enero todas las aguas volvían a su cauce y el espíritu navideño se acababa junto con el último trozo de turrón.
Pero yo era feliz, muy feliz. Me aprendí docenas de villancicos –escuchados en la radio que era mi fiel compañera cuando casi ninguna niña la escuchaba; también me gustaba muchísimo ir a visitar belenes por las iglesias de la ciudad, con recogimiento y devoción y la sensación de que la religiosidad en esas fechas adquiría una dimensión superior y de la que debía sacar provecho para conseguir “ser más buena”. (Eso me lo sugerían, no era idea mía, faltaría más) A la Misa del Gallo nunca conseguí que me llevaran (o me dejaran ir) porque “no son horas”, aunque en realidad creo que preferíamos quedarnos calentitos delante de la tele viendo gesticular a Raphael y a Lola Flores y a Gila con su teléfono a cuestas.
En Navidades el amor me era ofrecido por impositivo del calendario y bien que lo disfruté… incluso cuando llegaban los Reyes Magos y había un trozo de carbón en mi zapato al lado de algún juguete goloso, como aviso recordatorio de que no tenía que relajarme en mi más que inacabable cruzada personal por “portarme mejor”. (¡Qué manía, por favor!)
Las comilonas navideñas de mi infancia no se quedaron grabadas en mi memoria. No fueron habituales los excesos culinarios –por restricciones estomacales de mi padre y falta de imaginación de mi madre- ni las sobremesas con canturriadas, ni partidas de cartas hasta la madrugada, ni desbarres en las libaciones. Se cenaba tranquilamente con manteles, vajilla y cristalería “de la boda” (de mis padres) y luego se veía un rato largo la tele hasta que a mis padres les daba el sueño y entonces todos a la cama y aquí paz y después gloria.
Pero yo era feliz, muy feliz, porque estábamos todos imbuidos del amor y la paz propia de las fechas. Propia de las fechas…
En fin.
*¿Te apetece compartirnos las mejores navidades de tu vida?
LaAlquimista
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