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Cecilia Casado

A partir de los 50

El primer beso… o así

 

Alguien dijo la frase en una sobremesa cálida y dulcemente alcohólica: “esto está más rico que el primer beso”, refiriéndose a un postre de esos que ahora llaman de “autor” y no tienen nada que envidiar a los de “la abuela”. Y fue como si hubiera pasado un ángel, que todas las féminas presentes nos quedamos con la cucharilla en el entresuelo, a mitad de camino de la boca (que besaba) y el corazón (que animaba a hacerlo). La amiga más cercana me miró con cara picarona y sé que pensaba lo mismo que yo: esto hay que recordarlo, bien merece un capítulo aparte –aunque sea pequeñito.

Avivar recuerdos del siglo pasado –cómo suena eso, por todos los demonios- tiene sus ventajas y sus inconvenientes, así que soslayaremos estos últimos y teclearé un rato intentando inventarle palabras a aquel primer ósculo que fue gota de lluvia fresca que acabó en torrente imparable…

La adolescencia en una ciudad provinciana con ínfulas como era la Donosti de los años sesenta no tenía ningún atractivo para las chicas con dos dedos de frente; porque la actitud de los chicos que nos “pretendían” era todo lo opuesto a aquello que alguna vez podíamos haber soñado, no sé si influenciadas por los seriales radiofónicos que invadían las ondas hertzianas o por las revistas del colorín que se ponían a la venta todas las semanas y de las que no podía dar cuenta por estar firmemente prohibidas en mi casa. De hecho, la única manera de sacar un poco la nariz fuera y respirar otro aire la daba una revista francesa “Salut les copains” que me traía una amiga desde la cercana/lejana Francia y que mi madre repasaba concienzudamente antes de permitírmela leer, seccionando con una gillette las páginas donde venían, por ejemplo, anuncios descocados de jóvenes “pollitas” en sujetador.

Es decir, que dejarse besar por un chico era tan arriesgado como intentar ir a misa sin mantilla: merecedor de escarnio público y lapidación de la dichosa “fama” que toda joven debía mantener pura y blanca hasta más o menos los aledaños del altar el día de su boda.

Porque los chicos de entonces alardeaban insensatamente de sus avances con nosotras, los pocos que conseguían traspasar la frontera entre el pecado venial y el pecado mortal que estaba, más o menos, entre el beso en la boca y las manos alrededor de la cintura. Hubo una canción de Los Brincos, llamada “Lola” que nos ponía a cien a todos porque se atrevía a decir con todas las letras que primero “la besé en la cara, la besé en la boca…” y eso, ufff, nos elevaba a las alturas de Hollywood o parecido.

Así las cosas, y después de este prolegómeno morbosillo, tendré que confesar que lo que hacíamos todas, pero todas todas, era tener nuestros “ligues” durante el veraneo vacacional en otras latitudes o, las que se quedaban en la ciudad, aprovechar la estadía de chicos franceses o incluso ingleses que acudían atraídos por las playas norteñas y el buen tiempo veraniego que, curiosamente, respetaba el calendario y no como ahora que hace un calor de castigo en marzo y se tira luego todo el mes de julio lloviendo a cántaros.

Mi primer beso tiene por decorado una noche mediterránea, a principios del mes de septiembre y en la linde de mis catorce años. Salíamos a bailar en grupo chicos y chicas con la necesidad de mezclarnos con gente joven como nosotros, huidos de las severidades paternas que dormían tranquilamente mientras nosotros salíamos furtivamente por puertas y ventanas hacia el “desenfreno” de una discoteca playera, oscura, llena de hormonas y boleros para bailar “agarrao”.

Él se llamaba Antonio y era el socorrista de la piscina del hotel: el más alto, el más cachas y el más puesto en las lides de enamorar a cándidas adolescentes durante quince días. También supongo que era el más creído y pazguato, pero eso no tenía mayor importancia. ¿Cómo es que Antonio me eligió a mí entre el ramillete juvenil que se le ofrecía sin rubor? Seguramente porque yo era la que menos ojitos le puse, seguramente porque llevaba un bañador con faldita horroroso en vez de los primeros bikinis de mis amigas -que parecían cotas de malla- y que no pude llevar hasta bien cumplidos los dieciséis.

Todas mis amigas me vieron, todas mis amigas se lo contaron a sus respectivas madres y algunas de ellas, las amigas, me preguntaron al día siguiente si no tenía miedo de “haberme quedado embarazada” ya que, y esto es lo más grave del asunto, en aquella época, la ignorancia sobre la dinámica procreadora era tal entre las niñas mal o nada informadas por sus madres o el entorno, que se pensaba que de un beso podía devenir un embarazo inopinado.

De aquel primer beso recuerdo la luna llena sobre las rocas maravillosas de Roda de Bará, en una calita que todavía hoy visito, llamada Roc San Cayetano y en donde mi hija pequeña y yo estuvimos este verano deleitándonos con una paella maravillosa y…algunos cuentos tontos sobre mi primer beso. De recuerdo tengo también la sensación horrible que me embargó al día siguiente –domingo- por tener que acudir a la misa en familia y no atreverme a comulgar puesto que, casi con toda seguridad, estaba yo condenada por pecadora…

Cuando volví a Donosti y les conté a mis amigas de aquí “lo que había hecho” éstas se dividieron en dos bandos: las que me tildaron directamente de “atrevida” –por no decir otros epítetos más agresivos- y las que se burlaron de mí por darle importancia a una cosa tan natural como el juego erótico entre chicas y chicos, mucho más deseable cuanto más prohibido estaba.

En realidad somos la última generación –espero- de mujeres –y algunos hombres- que llegamos vírgenes a los matrimonios que nos esperaban, acechantes y casi inevitables, a la vuelta de la esquina de la veintena que ya tenía prisa por llegar.

¡Qué tiempos, qué inocencia! Y cuanta maldad, represión y falta de sentido común por parte de quienes nos hicieron ir en contra de la propia naturaleza y nos metieron en la cabeza el convencimiento de que los besos eran algo pecaminoso…hasta que nos besó el chico guapo que tuvo el valor de enseñarnos el truco de tanta magia escondida.

Ahora hay que fijarse en otros besos, los que nos quedan por regalar, los besos presentes,los besos ausentes, los besos escondidos en el fondo del corazón, los besos que todavía deseamos, los que nos esperan, los que necesitamos…

En fin.

LaAlquimista

 

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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