Ya ha pasado el primer tramo navideño, ése que engloba las comidas de empresa, la Nochebuena, el día de Navidad y, en muchos casos, los regalos tradicionales. Ya se ha cumplido con la tradición de reunirse a comer y a beber, ora en casa de tu familia, ora en casa de la mía, con mayor o menor sentido religioso de la celebración –aunque me temo que más bien menor tirando a poquísimo. Ya han hecho su aparición las primeras resacas y ardores de estómago (y de los otros, los del alma) y caminamos con prisa hacia el segundo tramo obligatorio por decreto/ley: el fin de año, las uvas, los cohetes, la juerga absurda y obligada de una noche casi sin dormir y la lista de propósitos escritos sobre papel mojado que vaya usted a saber si seguirán vivos en el mes de febrero.
Y si bien lo descrito en el párrafo anterior no es más que un topicazo o lugar común en estas fechas, hay otra realidad (oculta casi siempre) que no se arredra ante el calendario ni los mensajes de paz y de amor. No me refiero a las personas desarraigadas de la sociedad, los que no tienen más techo que el que les brinde las estrellas o los albergues sociales, que también; no me refiero a las personas que no tienen para comprar turrón ni catarán los langostinos con gesto aburrido, que también. Pero ocurre que la sociedad está dividida (oficialmente) entre los que pueden y los que no pueden celebrar fiestas y eventos… y eso no hay Dios que lo cambie.
Sin embargo, dentro del primer grupo, de los privilegiados que pueden y quieren tirar por la ventana viandas y dinero, perfumes y ropa nueva, existen otras navidades diferentes: las que se (sobre)viven en soledad anímica, en alejamiento afectivo, en dolor emocional. Sobrellevar estas fechas cuando se está afectado por estos dolores (por no mencionar los físicos, las enfermedades del cuerpo) es un trabajo de titanes porque todo alrededor es un jolgorio ante el que es muy difícil cerrar los ojos y del que sustraerse.
Curiosamente, el día de Nochebuena me encontré con bastantes personas conocidas que insistían en preguntarme lo mismo: “¿Con quién pasas esta noche?” y a mí me parecía alucinante que me hicieran esa pregunta descabellada, íntima e improcedente. ¿Qué le importa a nadie con quién pase yo una noche determinada? Pero enseguida me di cuenta de que el sentido auténtico de la pregunta no contaba con una curiosidad malsana sino de la necesidad de poder manifestar su propia realidad, es decir, dejar patente que se reúnen las familias (“vienen los hijos de Madrid, los hermanos de Galicia…”, “seremos veintidós a la mesa”, “vaya follón que se va a organizar”, etc.)
Y yo me quedaba callada, pensativa o acaso malhumorada, porque quien tal invasión de mi intimidad realizaba seguramente ya sabía que, de mis dos hijas, una de ellas ha formado una nueva familia a miles y miles de kilómetros de aquí y no siempre se puede “volver a casa por Navidad”.
Por supuesto que mis amigas y amigos conocen mi situación y no quieren abundar en el punto de tristeza que se me queda por estas fechas, cuando todo el mundo habla de “familia, familia, familia” y yo no tengo más que cuarto y mitad, así que (algunos) con mucho amor y cariño –y supongo que algo de penita pena- me han ofrecido compartir su mesa, su cariño, su familia… creyendo que de esa manera no voy a echar en falta a la mía.
Craso error. Uno ama a su familia por lo que de seguridad afectiva le proporciona; uno ama a su familia porque cada una de las personas que la conforman son únicas para nosotros, insustituibles, y es preferible aceptar la nostalgia que mirar hacia otro lado como si no pasara nada.
Nunca olvidaré las navidades familiares alrededor de la figura de mi padre; creo que nos reuníamos casi casi por hacerle feliz a él, ya que era tanta la alegría que demostraba teniéndonos a todos comiendo en su mesa. Las risas y las tonterías –repetidas año tras año-, cuando él decía:”brindo porque el año que viene no haya uno menos” y nos hacía llorar o rabiar porque él estaba muy enfermo y sabía que tenía todos los boletos para rubricar la primera gran ausencia. Sin embargo, la broma pudo hacerla durante muchos años antes de tirar la toalla y abandonar esta vida en pos de otra mejor. Lo hizo un dos de Enero y, desde entonces, ya fueron para mí las Navidades diferentes.
Por eso intento pasar por estas fechas como de puntillas, porque no soy religiosa, ni siquiera creyente, ni tan siquiera tradicional y no me importa demasiado celebrar o no unas fiestas que –para la mayoría de las personas- no tienen más significado que el social. Y la prueba –una de las muchas pruebas- de lo absurdo de todo esto es que los creativos de una empresa fabricante de turrón nos convencieron a todos los españoles que había que volver a casa por Navidad…para ser felices.
Doy fe de que se equivocaron; de hecho, no como turrón como protesta por su estúpido eslogan…
En fin.
LaAlquimista
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