Después de haber sido niña durante casi cincuenta años y madre de dos niñas (también ellas –espero- eternas) tengo base y fundamento suficiente para solicitar un día de estos que algún estamento competente declare ilegal, inconstitucional o simplemente peligroso para la salud mental la gran mentira de la niñez española por antonomasia: los Reyes Magos.
Defender que la inocencia de los tiernos infantes debe ser preservada contándoles cuentos chinos, obligándoles a creer en fantasías inventadas por adultos con poco discernimiento es tan peligroso o más que inculcar a mentes en proceso de presumible formación que el hombre es superior a la mujer, que la raza blanca es superior a otra cualquiera o, ya puestos, que sólo hay un único Dios y es el nuestro. Manipular la mente de cualquiera induciéndole a creer en falacias creo que ya está penado por la Ley, pongamos por caso el de las sectas o cualquier ideología que se impone al de al lado por interés propio. Políticamente hablando el tema daría para mucho, pero ahora estoy pensando únicamente en las mentiras que les decimos a nuestros hijos, amparadas en una tradición que nadie parece cuestionar, supongo que por intereses mercantilistas de los que vivimos todos.
A mí me parece muy bien hacerse regalos en fechas predeterminadas siempre y cuando se preserve la libertad de elección del individuo; algo así como San Valentín, el cumpleaños o los aniversarios de boda, que uno hace regalos si cree en ello (en el valor simbólico de la celebración) y si no cree, pues aquí paz y después gloria. Que en Navidad se gaste dinero en celebrar algo comiendo, bebiendo, excediéndose en casi todo, incluso en el consumismo de comprar cosas innecesarias porque a uno le apetece, pues allá cada uno con su conciencia y con su cartera. Pero que se vista de ilusión, fantasía, fabulación e insulto frontal a la inteligencia y a las más mínimas leyes de la lógica infantil la parafernalia de los regalos, eso ya tiene otra lectura.
Los defensores de la inocencia infantil, los adalides de preservar la ilusión de sus hijos, suelen ser los mismos que permiten que esos tiernos infantes observen la violencia cotidiana en la televisión (violencia que proviene de la realidad) y es como si ese horror al que se enfrentan los niños pudiera ser paliado o compensado con una imaginación extravagante que pueda hacer creer a una criatura de cuatro, cinco o más años que, efectivamente, hay unos seres mágicos que vienen la noche del cinco de enero a depositar en los zapatos los merecidos regalos que premian el buen comportamiento de los niños (buenos).
Ningún profesional de la cuestión pedagógica o preservador de la salud mental de un infante defenderá esa gran mentira con la boca grande, mentira precursora de grandes traumas, germen de complejos, origen y causa de la primera gran decepción al comprobar, no solamente que la magia tenía truco, sino que nuestros padres han sido unos grandes mentirosos.
¿Ilusión para qué? ¿Para ver la cara de felicidad de nuestros hijos mientras les engañamos? ¡Qué bonito! Luego pretenderemos que nos tengan como modelos, que nos respeten o, lo que suele ser más común, que reproduzcan el comportamiento falsario y poco claro que les hemos enseñado a base de ocultación, de disimulos, de ofrecer a sus ojos una falsa realidad que enmascara la única posible, aquella que les hará daño, que no les perdonará ningún error, la que se reirá de ellos si siguen pensando que los niños que dicen: “los reyes son los padres” son, ellos y no otros, los que mienten.
La vez que mi hija mayor, al filo de los tres años, me preguntó cómo hacían los camellos para llegar hasta el piso decimoséptimo me quedé pasmada. Pero no por la agudeza mental de la criaturita sino porque me sentí avergonzada de mi estupidez al no haberle explicado que esa noche se celebraba un rito muy divertido de abrillantar zapatos, poner en un plato polvorones y una copita de licor –amén del cuenco con el agua para los camellos- que recordaba una vieja tradición, pero que los regalos que aparecerían a la mañana siguiente estaban comprados en la tienda de juguetes ante cuyo escaparate ella se había detenido tantas veces señalando con sus ojos su infantil deseo.
La vez que mi hija pequeña, al filo también de los tres años, me preguntó si ella había sido “mala” y los Reyes le traerían carbón –como le había amenazado alguien en el patio del colegio- no me quedé pasmada sino que se me descorrió el velo de la lucidez mínima necesaria para explicarle que ningún niño puede ser malo porque todos los niños son buenos aunque algunos sean más revoltosos que otros. Punto pelota. Entonces se sintió mucho más tranquila ante la seguridad lógica que yo le aportaba de que no le iba a faltar una barbie nueva el día 6 de Enero.
¿Qué sentían aquellos niños que recibían como regalos de Reyes pijamas y ropa interior en vez de los codiciados juguetes? ¿Creían realmente que la decepción provenía de unos seres mágicos que les castigaban por su supuesto mal comportamiento? ¿A qué niveles llegaría la envidia sentida hacia sus primos o amigos al ver que los demás recibían el balón, la muñeca o la bicicleta y ellos tan sólo habían tenido derecho a unas prendas de vestir necesarias e imprescindibles y unos lápices de colores?
Esta es nuestra generación, la que ha crecido creyendo en las mentiras de nuestros padres y para colmo las ha reproducido en los hijos propios con poco o ningún rubor, repitiendo el maldito chantaje emocional de “pórtate bien o los Reyes te traerán carbón” o el más patético mensaje descorazonador de ver que los deseos expresados en la carta no se cumplían y alguien (casi siempre los propios padres) dejaban patente que “a ver si el año que viene eres más bueno y los Reyes te echan lo que les pidas”.
Los regalos que yo compro los firmo y rubrico, con mucho amor, con la ilusión de que se vea el cariño que le he puesto a la elección del presente, que quien los recibe entienda que forman –los regalos- una pequeña parte de ese gran todo que es el amor, no quiero que se lleve el mérito ningún ser imaginario. A fin de cuentas, pisar el difícil camino de la vida con dos dedos de frente no quita para que las ilusiones tengan también su lugar…
En fin.
LaAlquimista
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