Demasiadas veces olvidamos la condición irreversible que nos conforma como seres humanos y nos permitimos la arrogancia inane de jugar a ser dioses, de intentar cambiar las cosas que son como son fuera de la voluntad que quisiera que fueran de otra manera. Estos desbarres –mentales o emocionales- los llevamos a cabo (aunque nunca impunemente) sobre personas cuya voluntad difiere sustancialmente de la nuestra, provocando y manteniendo situaciones que nos resultan desagradables, dolorosas o simplemente inadmisibles. Es entonces cuando metemos la cuña para intentar mover ese pedrusco que se alza en el camino de lo que creemos nuestra felicidad.
Pero lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. ¡Cuándo se nos meterá eso en la cabeza!
Imaginemos que tu jefe es más bien un jefecillo, de esos que ostentan poca categoría humana, ausente de empatía pero sobrado de esa mísera arrogancia que permite a algunas personas mandar sobre otras que están obligadas a obedecer. Imaginemos que sufres por no poder derribarle de su pedestal de barro sin perecer tú en el mismo intento y verte en la cola del paro buscando a otro jefe que, presumiblemente, te hará lo mismo… ¿Por qué no dejar las cosas como están y dedicarse a ser feliz en la medida de lo posible sin echar cuentas del daño que alguien nos quiere hacer? ¿Acaso no nos ha dicho nadie que lo que importa de verdad es lo que sentimos por dentro y no las piedras que caen por fuera?
Imaginemos que tu pareja utiliza su propia infelicidad o las frustraciones no resueltas como arma arrojadiza contra ti porque no se ha dado cuenta de que él –o ella- es el único causante y responsable de sus pasos. Imaginemos que sufres porque no te atreves a hacerle callar por miedo a su reacción, por miedo también a perder la parte buena de la comodidad que consigues a su lado, comodidad afectiva o puro confort material. ¿Por qué no dejar las cosas como están y a las personas inmersas en esa realidad que han creado y nos vamos nosotros hacia otro camino, hacia otra vida que está ahí, afuera, esperándonos? ¡Si ya deberíamos saber que la gente no va a cambiar jamás por requerimiento personal nuestro sino por interés personal suyo! Así que, agarremos por los pelos el “interés personal nuestro” y dejemos con dos palmos de narices a quien piensa que es el ombligo del mundo y que siga hurgándoselo en busca de pelusillas…
Y también podemos imaginar a esa persona que nos ha ilusionado con sus cantos de sirena, ese pequeño deslumbramiento que precede al estallido de los fuegos artificiales del enamoramiento, esa persona generosa en metáforas e hipérboles pero parca en movimientos reales, ese juego doloroso en el que uno hace apuestas arriesgadas en la ruleta del amor mientras que la otra parte se limita a observar, desde una prudente distancia y cerca de la puerta de salida… ¿Por qué no dejar las cosas como están y dejar que los jugadores profesionales del amor sigan aferrados a sus seguridades y estadísticas basadas en el puro miedo de entregarse? ¿Por qué no dar media vuelta y sentir que no vale la pena arrojar margaritas a los cerdos? ¡Hay demasiado amor en las personas como para que tengamos que enamorarnos de personas sin amor…!
Dejemos las cosas como están y que cada cual siga su camino como mejor entienda y sea capaz. Que vaya por allá –bien lejos- el arrogante con su arrogancia, el maltratador con su maltrato, el cobarde con su miedo y mejor nos quedamos, tranquilos y sonrientes, los que hemos sido capaces de pasar por encima de la arrogancia sin mancharnos de su barro, los que hemos conseguido alejar nuestra vida de quien pretendía hacernos daño y, sobre todo, quienes estamos convencidos de que tener miedo a la vida y lo que ello comporta es ir en contra de la propia naturaleza que nos ha dotado, junto con un cuerpo diseñado perfecto, de la mejor herramienta para salir victoriosos de cuanto trabajo de Hércules se nos ponga por delante: el Amor.
Dejemos las cosas como están. Sobre todo las cosas ajenas.
En fin.
LaAlquimista
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