Vivo desde hace muchísimos años en un piso decimoséptimo por lo que el trayecto en ascensor (si baja ¿por qué se llama ascensor?) suele ser lo suficientemente largo como para que dé tiempo a ponerse rimel o repasar la agenda del día, pero eso solamente puede llevarse a cabo cuando no hace paradas recogiendo a vecinos de los pisos inferiores que entonces parece el ascensor de unos grandes almacenes, deteniéndose en todas las secciones y apretujándonos hacia el fondo los que hemos entrado los primeros.
Los vecinos de toda la vida nos damos los buenos días con una sonrisa y si no estamos muy dormidos pasamos directamente al tema preferido de los usuarios de ascensor: el tiempo. Que si han dicho en la radio que va a seguir haciendo frío, que si ayer dijeron en la tele que ya no iba a nevar más, que en el periódico dicen que el tiempo está estable y, para rematar, en Internet anuncian nubes y claros con algún chubasco aislado y ratos de sol. Luego llegamos al portal y aquí paz y después gloria.
Los vecinos que no son de toda la vida –es decir, a los que no conocemos y que no nos conocen- farfullan un “hola” y sacan el smartphone o miran al suelo. No hablan de nada, ni siquiera del tiempo. Así que he llegado a una conclusión: para hablar del tiempo con los vecinos tiene que haber una cierta confianza, con los desconocidos no se interactúa de ninguna manera a menos que el ascensor sufra una parada brusca y la adrenalina comience a hacer de las suyas entre los viajeros.
Así que –y de esto hace ya mucho tiempo- decidí hacer uno de mis “experimentos” consistente en “dar palique” al personal indiscriminadamente en vez de darles el parte metereológico. Al principio chocaba, por lo inusual, pero al cabo de un tiempo empezamos a preguntarnos por la familia, el trabajo, a contar el restaurante al que habíamos ido o la película que habíamos visto en el cine. El nuevo bar que han abierto en el barrio, el problema de los locos en bici, los problemillas de la comunidad y, así, a lo tonto a lo tonto, la situación está como sigue: la pareja del octavo me pregunta por las andanzas de mi hija “mexicana” y yo les digo lo guapísimo y salao que está su primer nieto y cuánto se parece a ella (a la abuela). El viudo del undécimo sabe que Elur está malito y no deja de hacerle una caricia mientras me cuenta que se va a pasear por Ulía aunque esté todo lleno de barro. La del doce –que tiene una perrita peleona- me comparte que ha descubierto un pienso francés que está muy bien de precio y que es ecológico y yo le digo que la mejor manera de bañar al perro es en el fregadero de la cocina (siempre que quepa, claro). Al vecinito de al lado –el que me despierta como un gallo todos los días al amanecer- le digo que tiene unos patines preciosos y él me cuenta cuántas veces se ha caído en el parque. El del quinto (ése tan serio) me dice que se ha aficionado a leer mi blog y yo le digo que sonría, que ya le queda menos para jubilarse y entonces me confiesa que le da yuyu no saber qué hacer y yo le contesto que ya le iré dando ideas…y así, entre tontería va y tontería viene, todos me llaman Cecilia y yo a ellos por su nombre también, aunque a veces me haga un lío con los botones del ascensor y me cueste recordar en qué piso viven cada uno.
Cuando alguien va con una maleta no dejo de desearle buen viaje y así me cuentan que se van de vacaciones a París y yo digo, uy qué suerte, con lo bonito que es y entonces me dicen que es la primera vez y que si les digo algún sitio especial para ir y yo pues que vayan donde no haya japoneses y nos reimos desde el décimo hasta la planta baja y cuando vuelven les pregunto qué tal se lo han pasado y me hablan de las hordas de japoneses que había en todas partes y ya nos contamos siempre las vacaciones… o nos tomamos juntos un vino si coincidimos en el bar.
Experimento. Cambio de actitud. Resultados óptimos.
Vivo en una colmena (le llaman “la torre de Babel” porque hay gente de todo el mapamundi) en la que las laboriosas abejas nos hemos acostumbrado durante años a entrar y salir sin mirar y sin ver, sin fijarnos y sin tratarnos. Se muere alguien y no lo echas de menos porque ni te has fijado en qué piso se bajaba y ni siquiera puedes darle el pésame a un familiar suyo, abolida por decreto ley comunitario la instalación de una mesa en el portal informando del óbito del vecino y en la que antaño se depositaban tarjetas dando el pésame.
En el quinto viven unos bolivianos (recién llegaron) y el chaval adolescente se ha roto una pierna. Le pregunté cómo fue, si estaba enfadado o rabioso, si le picaba debajo de la escayola y le felicité por haberse roto solamente una…al día siguiente, su madre, chiquita y discreta, me agradeció que me hubiera interesado por la salud de su hijo… Ahora me saludan muy simpáticos porque ya saben quién soy: la señora del perrito del diecisiete.
Lo que tengo clarísimo –después de dejar de hablar del tiempo con mis vecinos- es que la mayoría de ellos pueden llamar a mi puerta para pedirme lo que sea y que yo, a mi vez, si algún día aciago me ocurre algo grave, también voy a sentirme confiada llamando a la puerta de cualquiera de ellos y pidiendo ayuda.
Es lo que tiene hablar del tiempo, que siempre te da la posibilidad de romper el esquema y hablar de otra cosa…
En fin.
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