Esta es una historia real como la vida misma acaecida a una mujer a la que no conozco, pero de la que me siento cercana por mi condición femenina. Es una historia vulgar y corriente, ningún guionista ingenioso ganaría un solo dólar intentando venderla –excepto que sea francés o canadiense, el guionista, digo; una historia que no traspasa ningún límite porque se queda dentro de las puertas de la casa, allá donde todo puede ocurrir y donde nadie quiere meterse en camisa de once varas. Ya se sabe, si gritan los vecinos, se pone la tele más fuerte y punto.
Pero vayamos por partes. Al alcoholismo no se llega de la noche a la mañana por el atajo de la autopista, sino por sinuosos y muy hollados caminos cotidianos. No soy experta en la materia –afortunadamente- pero sí sé de algún caso de personas sanas que golpeadas duramente “por la vida”, fueron cayendo de a poquitos en los brazos de la bebida para terminar en las garras del alcoholismo. Las cervezas al cabo de la jornada, los vinitos ineludibles con los amigos, regar bien la comida y la cena, ingerir –casi sin darse cuenta y un poco a lo tonto- unas cantidades de alcohol que van aferrándose a la sangre, al hígado y al cerebro sin remisión y para los restos. Son esas personas –y no únicamente del sexo masculino- que acaban sus jornadas “con el morro caliente”, cayendo medio anestesiados en la cama para dormir –roncando a toda pastilla- las horas que necesitan para volver a enfrentarse a la dureza que supone para ellos la vida.
Si el problema lo tienes en casa (en la figura de un padre, un marido, una esposa o un hijo) enseguida uno se daría cuenta de lo que ocurre e intentaría tomar cartas en el asunto; es decir, parar los pies, afear conductas, reprochar o recriminar…todo aquello que, en vez de ayudar, lo único que va a hacer va a ser enrocar la situación sin que se pueda salir de ella. Por supuesto que también se intentará –desde el amor- aconsejar, apoyar e intentar buscar soluciones. Pero, no nos engañemos demasiado, ya se sabe que el alcohólico suele ser el último en reconocerlo y para cuando lo hace, el avance de la enfermedad (porque eso es lo que es) suele estar ya en fases superiores.
Poner en el mismo carro alcoholismo y machismo es una combinación letal se mire por donde se mire. Y si hay una mujer entre ambos frentes es más que evidente que ella será la primera –y desgraciada- destinataria de la artillería al uso en estas guerras.
Este es el caso de la mujer a la que aludo al principio del post; casada con un hombre que sin ser un “borracho declarado”,de esos que montan bulla y avergüenzan hasta al lucero del alba, con su sempiterna sonrisa amable y su más de media docena de cervezas vespertinas en el coleto, casi cada noche insiste en mantener relaciones sexuales (a las que entiende tiene derecho). Cada vez que ella se niega, -porque se niega, qué duda cabe, a quién le puede motivar hacer el amor con una persona que está pasada de alcohol y que lo único que quiere hacer es satisfacerse como un animalillo doméstico para luego invadir el tálamo de piernas, brazos y ronquidos- él le dice que no tenga miedo, que no la va a forzar, que no va a utilizar la violencia con ella y, en esta manifestación de arrogancia condescendiente, va poco a poco sembrando en ella el miedo a la violación, a dormir y descansar tranquilamente esperando en cualquier momento, en mitad de la noche, el avance sexual e incontrolado del marido. A veces él se despierta de madrugada, reseca la garganta y embotada la cabeza. Va al baño, bebe mucha agua y –ya un poco despejado- vuelve a la cama donde halla el cuerpo tibio y deseable de la mujer. –“¿Por qué no?” –acaso se pregunta el tipo. Y la despierta, con el sobresalto consiguiente y lo intenta por las buenas, con melindres o palabras, pero “exigiendo”. El rechazo no hace más que activar el resorte del machismo que se lanza con su soflama llena de incongruencias para intentar derribar la barrera que se le opone. Que si “tú qué te has creído”, que si “ya me tienes harto”, que si “nunca lo hacemos” y, ante el silencio asustado de ella, acabar con un mínimo destello de lucidez y asegurarle que “no tengas miedo, no te voy a forzar”.
La mujer, obviamente, está de los nervios. Cuando él está sereno y tranquilo no acepta en absoluto el posible perjuicio que para su salud supone la ingesta excesiva de alcohol que, opina, lo es únicamente a ojos de su mujer a la que llama “exagerada”. Que cualquiera se toma una botella de vino al día –entre almuerzo, comida y cena- y media docena de cervezas y, si se tercia y es fin de semana, los cubatas de rigor.
Él se considera un hombre cabal, ingeniero por más señas, nada violento –ya que nunca le ha puesto a ella la mano encima- y respetuoso. Pero el tema del sexo después del alcohol lo lleva fatal, vamos, que le toca en la mitad misma de ese punto que tienen algunos hombres del que se alimenta el demonio del machismo. Él le advierte a ella de que, cualquier día, “se irá con otra” que le atienda mejor y le comprenda más. Lo triste es que encontrará a otra que le dé lo que su esposa no le da y que, para colmo, esa misma esposa todavía derramará lágrimas de tristeza en vez de dar saltos de alegría.
En fin.
LaAlquimista
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