Voy a una peluquería de barrio, de mi barrio, de esas donde te llaman por tu nombre con sonrisa sincera, te ponen guapa –alternativa de ir a Lourdes- por pocos euros, puedes estar con el perrillo en los pies y te ofrecen la oportunidad de aprender, observar y recabar información sobre lo que es el pequeño mundo de nuestra pequeña ciudad, amen de servir en bandeja cualquier “estudio sociológico” que se te antoje hacer. Eso sin contar con las revistas “de colorines” que me encanta hojear displicentemente, como si no me importaran las tonterías que en ellas se cuentan.
Hay días en los que las conversaciones de algunas clientas me invitan a poner la antena y escuchar atentamente; a veces, incluso meto baza con alegría, porque la cosa tiene su gracia y me apetece participar en esa crítica lenguaraz que se usa en ciertos lugares públicos para “arreglar el mundo” o poner a parir a la clase política. Otras veces, tengo que bloquear mis trompas de Eustaquio pues aparece en mi mismo turno la típica señora plasta que se complace en repetir sus males, enfermedades, viajes al ambulatorio y desaguisados médicos que le está tocando padecer, sin darse cuenta –la buena mujer- de que sus cuitas no sólo no le importan a nadie sino que aburren al personal con exageración.
Es entonces cuando me sumerjo en plancha en esa revista que nadie confiesa leer –al menos entre mis amigos- pero que todo el mundo conoce, esa reina del photoshop de manubrio, donde salen siempre las mismas señoras de sesenta y setenta años disfrazadas de primera comunión y contándonos las excelencias de sus vestidos de alta costura (prestados para la foto) o llorando tras las gafas negras en algún funeral de algún conocido de su quinta. Real como la vida misma porque vida es, así que suelo mirar con lupa las fotos e incluso leer los textos, que ahí sí que rizan el rizo de lo inane e incluso con tropelías al diccionario, al buen gusto, al sentido común e incluso al derecho al respeto que todo ser humano se merece.
Lo bueno (y divertido para mí) es que la mitad de las señoritas y hombres que aparecen en esa y otras revistas de parecida ralea no tengo ni remota idea de quiénes son y cuando busco su afiliación resulta que el mérito para salir en el papel couché lo sacan de una noche loca con un futbolista o una cenita íntima con un político. Gente que sale en la tele –que no miro desde hace casi dos lustros-, gente que sale en pelis –que no suelo ver por malas- o gente que hace cosas que no me llaman la atención, como ir a desfiles de modas o a fiestas “by the face”.
Pero lo que me hace reflexionar de verdad son esos reportajes de “casas de ensueño”, castillos habitables, palacios recuperados o áticos urbanos, presentados en sociedad por sus dueñas, casi siempre dueñas consorte, vestidas de algún diseñador de tronío que se publicita aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. Suelen ser –las casas- paradigma del lujo, la exquisitez, de la arquitectura de vanguardia o de la otra, batiburrillo de antigüedades carísimas o de muebles minimalistas carísimos también. Me desplazo con deleite por la cocina perlada de cobres decorativos, por el comedor con sus servicios de Limoges y Murano, por el salón atestado de cojines aterciopelados, cuadros firmados con billetes de quinientos euros, para llegar a los dormitorios privados con doseles, baldaquinos, colchas animalprint -muy poco sintéticas- y demorarme en el sancta sanctorum del placer, esos cuartos de baño con piscina, espejos versallescos, perfumes feromonados, toallas más dulces que la piel de un bebé…
Hoy he “visitado” un ático frente a la torre Eiffel, alquilado por una señora que es princesa porque se casó con un príncipe de un país donde no reina la monarquía sino la república, pero que princesa es al fin y al cabo. Esta señora de edad imposible de imaginar me ha regalado una perla cultivada impagable. Héla aquí: “Mi vida no ha cambiado por casarme y tener hijos. Mis días siguen transcurriendo entre cenas interesantes, encuentros con personas importantes, películas y almuerzos”. Ahí queda eso. Y lo dice sin que se le muevan las arrugas del alma.
Y es que no aprendemos ni a tiros. La revista que más vende en toda España –creo- nos sigue enviando los mensajes que necesitamos (sobre todo las mujeres) para poder gestionar con éxito la realidad real en la que vivimos nuestro día a día. ¿Nos invita a soñar o nos insulta a la cara? ¿A quién le importa, honestamente, cómo viven los millonarios? ¿Estamos tontos o qué?
La anécdota no pasaría de ser eso, una anécdota, si no fuera porque nuestro cerebro asimila esas imágenes de derroche, lujo y despilfarro sin protestar, incorporándolas a un esquema mental que es aceptado y asumido inconscientemente como si formara parte de “nuestra” realidad. Y nos parece bien que se haga ostentación del dinero. Igual es porque todos estamos acostumbrados a eso: a fardar de lo que gastamos en viajes, en ropa, en coches, en vacaciones, en colegios o en comida cara… y no ver más allá.
En fin.
LaAlquimista
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