Ahora que los días festivos que conmemoran la pasión y muerte de Jesús se han convertido –casi exclusivamente- en puente colgante entre las vacaciones navideñas y las de verano, me viene a la memoria el recuerdo gris de las semanas santas de mi infancia y adolescencia. Como me tocó ir a un colegio de monjas –al igual que al 90% de las chicas de mi ciudad- ya íbamos haciendo boca con la Cuaresma que nos metían a machamartillo, con sus primeros viernes, sus confesiones y todo el atrezzo necesario para llegar a conocer al detalle –al detalle morboso y sangriento- la traición de que fue objeto un palestino respondón (con perdón) por sus “colegas de partido”.
No voy a hablar del fondo religioso –que tiene su valor para quien así quiera sentirlo- sino de la forma en que nos obligaron a vivir aquellos particulares “via crucis” impuestos por el dictatorial régimen a latigazos. Latigazos que eran aceptados de buen grado porque en el espíritu de las gentes (incluso de las buenas gentes) todo lo relacionado con la religión (la nuestra) era intocable y bastante sagrado.
Para empezar no existía el concepto “vacaciones de Semana Santa”, sino SEMANA SANTA con mayúsculas, un tiempo en el que el españolito de a pie debía recogerse en sus aposentos y revivir por persona interpuesta las torturas de hacía casi dos mil años (concretamente 1.960 años o así, en mi caso). Para empezar, nada de hacer ningún viaje, ni corto ni largo, que estaba MUY mal visto. En casa –en muchísimas casas- se prohibía durante varios días escuchar música, y la tele servía para ver cada año “Marcelino pan y vino” y “Los diez mandamientos”, así como seguir el Sermón de las Siete Palabras o Sermón de la Montaña y los Via Crucis guiados por algún obispo o párroco con ínfulas mediáticas.
El jueves, el viernes y el sábado santo los cines cerraban y toda una tropa adolescente nos volvíamos locos sin saber qué hacer en las plazas del barrio y en las calles del centro, temerosos de cometer algún “pecado” impropio de las fechas. De hecho, a mí personalmente, no me dejaban salir con las amigas más que por las mañanas ¿? ya que a la tarde había que “visitar monumentos” con la familia o hacer el “Via Crucis” de la Catedral que quedaba más fino que hacerlo en la iglesia del barrio. Lo de visitar monumentos era una cosa tristísima, porque se entraba en todas las iglesias a “ver” cómo las imágenes habían sido cubiertas por telas moradas en señal de luto y respeto. El olor acre de los cirios ardiendo, la humedad de mil pisadas de lluvia en las suelos fríos, las mujeres, tantas mujeres, medio enlutadas, con mantillas negras, en un baile fúnebre de arrodillarse y persignarse sin fin, poniendo cara de sufrimiento y, quién sabe, probablemente sufriendo también, me llevaron en aquella adolescencia mía a un coqueteo con la melancolía y la tristeza que me dejaban mustia hasta que volvía la vida a ser normal con la resurrección de Cristo el Domingo de Gloria.
Pero hasta entonces los días eran aburridísimos. No recuerdo haber visto procesiones en San Sebastián, no sé si alguna vez hubo esa tradición, pero sí que veíamos en la televisión las más “famosas”, la del Cristo del Gran Poder, la de Triana o la Macarena o la del Silencio sevillanas –que luego presencié en persona cuarenta años más tarde en una especie de revival de un tiempo acartonado, lleno de telarañas y que sigue vigente y actual hoy en día, con procesiones, capirotes, penitentes descalzos, saetas y mucho fervor popular con sillas plegables y bocatas traídos de casa.
En casa no había alegría, era casi “obligatorio” estar triste, cariacontecidos y las horas se arrastraban quejumbrosas entre rezos y plegarias en la parroquia y en la iglesia del colegio a la que también estábamos invitadas a acudir (y a donde las madres nos mandaban para quitársenos de encima, qué horror, toda la chiquillería en casa desde la mañana hasta la noche)
También cumplíamos a rajatabla los preceptos colaterales, a saber, el ayuno y la abstinencia, de tal forma que además de aburrirme pasaba hambre porque a partir de cierto momento ya “tenía edad” para flagelarme el estómago aunque todavía me quedaran algunos estirones por pegar. Abstinencia de no comer carne pero que no nos privaba de una buena merluza o lo que hubiera en la pescadería por esas fechas.
Se me agotan los recuerdos… ¿no será que los he quemado en alguna hoguera terapéutica de estos últimos años? ¡Tantos recuerdos que se me clavaban como los puñales a la Dolorosa por la muerte cruenta de su hijo! ¿Qué madre presenciaría el calvario y tormento de un hijo sin rebelarse ante tal crueldad? ¿Y dónde estaba San José que no aparece en ningún cuadro?
El silencio terrible de las tres de la tarde un viernes de Pasión. Incluso nosotros hacíamos una pausa reverente a esa hora, sufriendo y agradeciendo a la vez la inmolación que no entendíamos –por lo menos los jóvenes- y que nos parecía una barbaridad elevada a la enésima potencia. Luego llegaba el Domingo de Gloria y se celebraba la presunta resurrección, documentada dicha presunción gracias a testimonios de la época, como Jesús de Arimatea y su familia que sustrajeron el cuerpo torturado del afán depredador de unos cuantos. ¿Y las preguntas sin respuesta? ¿Y las respuestas absurdas o silenciosas?
Era la Semana Santa de los años 60 un tiempo de cerrar los ojos y creer. Un tiempo de fe y de entrega mental y espiritual, sin recovecos, sin fisuras porque a pocos se les ocurría cuestionar el fervor de toda una nación que se unía en el dolor y la tradición para darse golpes en el pecho durante tres días seguidos.
Me faltan recuerdos, se me escapan los detalles… ¿Vale la pena reconstruir aquel rompecabezas?
En fin.
LaAlquimista
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