En algún sitio he leído que la pequeña ciudad donostiarra figura entre las diez ciudades “más felices” del mundo mundial. Bueno, está bien, yo también estudié Marketing en su día y a ver quien es el guapo que “vende la burra si habla mal de ella…” Desde luego, no me parece argumento suficiente que esa supuesta “felicidad” -que parece que viene junto con el padrón municipal- se deba a que por estos lares haya restaurantes con estrellas Michelin, ya que yo no los piso (mayormente porque no pertenezco a ningún organismo –oficial o semioficial o extraoficial- que me invite, que es la forma más habitual de ir a comer a esos sitios), pero bien está que se pongan en el pecho las bandas y escarapelas quienes las consideren necesarias para alimentar más la vanidad que el estómago.
El caso es que yo también soy donostiarra “de toda la vida”, vamos que nací en la calle Usandizaga en los tiempos en que “se nacía en casa o no se nacía” (boutade) y han pasado varias décadas y no he dejado de disfrutar del privilegio ¿? de habitar en una ciudad tranquila, bella, cara y aburrida. Tranquila lo es ahora, que también hubo un tiempo en que aquí se vivía de sobresalto en sobresalto; bella lo fue siempre aunque algún alcalde “visionario” haya querido pasarse de rosca con las ínfulas de grandeza. Lo de cara ni lo movemos y lo de aburrida pues según cómo se mire, pero mayormente sí, bastante aburrida sobre todo fuera de la época estival.
Me gusta –a pesar de todo- vivir en Donosti porque sé cómo se vive en otros lugares gracias a mi afán viajero e inquietud comparativa. Cuando pasas una semana en una gran urbe y no saludas a nadie porque no conoces a nadie, vuelves a casa y te sientes como “protegida” de alguna manera. Y eso es un puntazo a favor. Cuando pasas un mes en otro país –en mi caso México- y para comprar el pan tienes que agarrar el auto y desplazarte hasta un centro comercial que está allí donde lo dejaron caer los arquitectos, al volver a casa y tropezar con el colmado de la esquina te sientes como en un retorno imaginado al útero materno.(Donde todo el alimento está a mano)
Me parece sano para el cuerpo y para la mente poder disfrutar de las cuatro estaciones del calendario sin demasiado rigor. ¿Que llueve más de la cuenta? ¡Así están de hermosas las lechugas! A cambio, no nieva, que eso sí que mata cosechas. ¿Que llega el mes de Junio y las playas están desiertas porque el termómetro no sube? Pues qué rico, a seguir disfrutando de la vida sin pasar calor…y sin hacer oposiciones al cáncer de piel que luego el Oncológico está como el metro en hora punta.
Me gusta poder ir andando a todas partes (o casi). Hacer ejercicio en unos parajes hermosos y tranquilos. Volver a casa, si me pilla a deshoras, con la tranquilidad (mental) de que no me van a asesinar o violar o atracar en cualquier esquina –y toca madera.
Pero lo que más me gusta de todo es la cantidad de cosas que puedo hacer a pesar de que me digan que Donosti es una de las ciudades más caras del Estado sin tener que “pasar por caja”. Me gusta el olor a salitre cuando paseo mis pensamientos por la playa y las salpicaduras en mis piernas al disfrutar del maravilloso SPA que se nos brinda gratuitamente durante todo el año.
O sentarme bajo un árbol a leer, en lo más frondoso de mi parque favorito y soñar un rato mirando al cielo a la vez que intento seguir el vuelo de los pájaros.
Puede que interese presentar Donosti a través de festivales, concursos, simposios y congresos. Eso es “vender” para que alguien “compre” y no está ni bien ni mal porque todo hijo de vecino tiene derecho a ganar sus dineritos de la mejor manera posible (preferentemente honrada y trabajando). Puede que algunos se pongan etiquetas de donostiarrismo de clase A, B o C. A mí me da igual y no me molesto ni en sonreir de medio lado por ello. A mí lo que me importa de verdad es sentir que, de alguna manera, colaboro a que la pequeña sociedad en la que vivo pueda ser un pelín más civilizada, o más solidaria o incluso más feliz.
Y es que me gusta Donosti porque SOY FELIZ aquí. Así que supongo que también me gustaría cualquier otro lugar donde me sintiera de igual manera, pero habida cuenta de que la felicidad es algo que se lleva por dentro y tiene más que ver con una actitud personal que con la disposición de las calles o el número de árboles, pues me queda bastante claro que “mi ciudad” me gusta porque yo me gusto dentro de mi ciudad.
Bueno, igual me he liado, pero en el fondo lo que quería decir es que hay tantos “porqués” para vivir feliz en una ciudad como ciudades hay en el mundo. Cada uno que se fije bien en la suya y que se ponga en “modo feliz” de acuerdo con el entorno. Es más fácil de lo que parece…
En fin.
*Cuéntanos. ¿Por qué te gusta a ti vivir en tu ciudad?
LaAlquimista
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Foto: Amanda Arruti