Hubiera podido enamorarme en mi último viaje a Mexico. Y digo “hubiera” porque todavía tengo en funcionamiento a ese “ángel de la guarda” que incorporé a mi vida cuando cumplí los cincuenta y que es el único que me impide cometer a esta provecta edad los mismos errores que tan alegremente me complací en cometer en otra época. No es que me haya vuelto fría y desmadejada emocionalmente, ni mucho menos, es que tengo activado –ya digo- un sistema que rastrea, escanea y detecta infaliblemente los eventuales –y más que probables- desaguisados amorosos nada más con tener en frente a quien me alborota las feromonas a destiempo.
¡Qué me hubiera importado a mí hace unos años entablar una relación con un hombre de la otra esquina del mapamundi! Ni un ápice, desde luego, aunque se me hubieran desgastado el corazón y la cartera en viajes transoceánicos… El amor por encima de todo. ¿Acaso no llegué a enamorarme de alguna persona absolutamente inconveniente para mi estabilidad emocional, que me descuajeringó los esquemas, me saqueó la cuenta corriente e incluso me pateó la autoestima? El amor por encima de todo.
¿Acaso no he sorteado hábilmente las zancadillas de la pasión durante varios lustros para poder hoy en día lucir unas cicatrices airosas como hacen los toreros? Pues eso. El amor por encima de todo.
Pero ya no. Y mira que soy yo misma la primera sorprendida, que cuando las mariposas comenzaron a manifestarse no lo hicieron en el estómago sino unos centímetros más abajo –no se piense mal, por favor, me refiero a los intestinos- y me dejaron paralizada en la cama como si de un aviso apocalíptico se tratara y así pude tener tiempo para reflexionar, tirarme de la moto antes de llegar a la curva fatídica y decirme que no, que vivo muy tranquila y feliz en España y no me apetece nada –qué cansancio, por Dios- las aventuras allende los mares por mucha gracia, calorcito y picante que lleven incluidas.
Esto lo cuento con una gran sonrisa en el rostro y el corazón en paz, que conste, porque yo es que soy bastante enamoradiza, la verdad sea dicha, o acaso sea que sigo creyendo en los cuentos de hadas malas o de brujas buenas, donde siempre confundo al sapo con el príncipe, y me gusta soñar despierta con latidos que bailan pegados o con paseos a la luz de la luna grande, de la mano y todo eso. Igual es que esto del enamorarse tiene fecha de caducidad o una obsolescencia programada y una mira más lo que va a perder que lo que ilusoriamente pueda ganar, no sé, aunque algunos ejemplos gloriosos hay de gente de mi quinta –e incluso mayor- que anda por ahí entrelazando los dedos de las manos y los de los pies sin el menor rubor o inconveniente social.
Creo que, en el fondo, me he venido con la penita pena de no haberme dejado llevar por los cantos de sirena –de tritón en este caso- que me endulzaron los oídos varias noches seguidas en una hermosa ciudad blanca; que luego piensas eso de que “a quién le amarga un dulce” y se te queda como un regustillo medio amargo medio picoso de lo que pudo haber sido y no fue.
Pero dejémonos de divagaciones sin sentido. En realidad lo que no quiero –y por eso me hice instalar el “dispositivo preventivo de enamoramientos a destiempo”- es sufrir ni un minuto más de los que me queden de vida por desamor. Sí, he dicho bien, por desamor. Que no es el amor el que hace sufrir, que lo que revienta es cuando se va marchitando y no se ha inventado el fertilizante que haga que vuelvan a florecer las hojas decaídas. Enamorarse estaría bien si el guión se escribiera con final feliz, no digo yo que todas las veces, pero sí la mayoría, y mirando las “películas” de las que he sido protagonista y las que siguen “rodando” amigas y amigos a mi alrededor, como no veo más que cenizas donde hubo llamaradas, como no queda más consuelo del consabido “fue bonito mientras duró”… Y eso dejando de lado las “historias de amor” que se convierten en “películas de serie B”, así que he vuelto de Mexico con la sonrisa a media asta aunque, por otro lado, bien contenta de que el “dispositivo de seguridad” haya funcionado convenientemente.
Que ya tengo bastantes amores en la otra punta del mapa –me refiero a mis hijas- como para echar más leña al fuego, que una ya no está para esos trotes -me refiero a los viajes interminables en avión- y que es bonito y saludable aceptar las propias limitaciones con deportividad y decir: “bueno, bien está lo que bien acaba, incluso aunque ni siquiera haya empezado” y me quedo con lo de aquí, con la serenidad de los amigos del alma –aunque sean sin derecho a roce-, evitando sobresaltos emocionales y tocando madera porque ya se sabe que basta que uno no quiera té para que la vida le obligue a beber taza y media.
En fin.
LaAlquimista
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