Bien cierto es que lo que es bueno para uno no tiene por qué ser necesariamente bueno para todos, pero tampoco vamos a hilar muy fino en estas cosas emocionales; si a alguien le sirven, bueno sea, y si no, pues pasamos la página que hay mucho por hacer. Y digo esto porque soy muy consciente de que mis vivencias personales no son más que eso: vivencias personales, pequeñas anécdotas en las que pueden verse reflejadas otras personas –por aquello de la misma condición humana y cultural; a fin de cuentas todos andamos más o menos en una órbita similar de cultura, educación, medios y afanes.

Después del prolegómeno obligatorio entro a por uvas.

Mi vida cotidiana está marcada por el calendario; siempre hay algo que hacer aunque no sea fichar a las ocho de la mañana. Sé bien que todos necesitamos una “rutina” que nos salve del desconcierto del “no tener nada que hacer” –cuando la vida laboral se ha ido por el desagüe-; sé bien que es mucho más saludable para la mente organizar la propia vida en función de los parámetros que nos proporcionan seguridad y no nos hacen tambalear la autoestima. Es por eso que “trabajo” de lunes a jueves y el fin de semana lo dedico al ocio. Como todo hijo de vecino. O eso intento aunque no siempre me salgan las cosas como yo deseo, pero ese es otro tema.

Así pues las vacaciones las programo como he hecho siempre: procurando viajar cuando los demás se quedan y quedarme cuando los demás se van. Buscando el contraste entre el agobio urbanita y la paz de la naturaleza. O renegando de la tranquilidad de mi pequeña ciudad de provincias y sumergiéndome en la vorágine de una gran metrópoli desconocida. El contraste para el alivio o para comparar y luego sacar conclusiones.

Acabo de pasar una semana “recluida” en lo profundo de un bosque. A medio camino entre el océano bravo y un lago espejeante. Realizando caminatas de varias horas sin cruzarme con nadie, sin más compañía que las aves cantoras, las huellas de algunos animales a los que no he visto y un silencio preñado de ecos que retumbaban junto a los latidos de mi corazón al forzar el paso, ya cansado.

Es en esa soledad silenciosa cuando la mente y el corazón se dan la mano y caminan con gozo sin hacerse ningún reproche. Es en esa calma de arena, agujas de pino, helechos y aire caliente cuando se me serenan las entrañas y siento que no anhelo nada, que mis deseos desaparecen con discreción, que todo vuelve a ponerse en orden dentro de mí. Es en ese caminar por el borde de un lago de aguas profundas cuando mi espíritu rejuvenece, se olvida de cualquier pena, recupera la energía que ha ido desparramando en la pelea cotidiana con la vida, con las gentes, conmigo misma…

Y entonces llega el instante; ese instante que buscan los poetas con la rima perfecta y que sobrevuela nada más que un segundo nuestra aura. El paso se detiene solo, una inspiración profunda me toma por sorpresa, los ojos buscan refugio y se cubren, todos los sentidos despiertan a la vez y… luego pasa. Porque todo pasa. Pero era un instante feliz…

¿Es algo inherente a la edad el hecho de apreciar la naturaleza más que en la juventud?

Mi perrillo duerme a mi espalda, en la mochila que he previsto para mitigar su limitación y su cansancio. Somos una estampa extraña, imagino, quizás grotesca, tanto da.

No sé si puedo transmitirlo con palabras porque las palabras son precisamente las que no han habitado en mi interior durante esos recorridos en silencio, en calma, felices.

En fin.

LaAlquimista

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Fotos: Cecilia Casado.

Aquitania. Landas. Francia