Crecí en una época en la que la palabra “austeridad” tenía sentido total y profundo. Habiendo pasado nuestros padres el sufrimiento horrible de una guerra fratricida y siendo los coletazos de ésta lentos en remitir (una postguerra de veinte años, qué locura), las criaturas de los sesenta fuimos educadas en una estricta valoración del dinero que se gastaba, tanto era el miedo subconsciente a que se pudiera repetir la historia. De aquella manera, era “pecado mortal” desperdiciar la comida, tirar lo que podía ser reparado y procurarse placeres superfluos. Y si nos quejábamos, siempre había un abuelo que se llevaba las manos a la cabeza y decía aquella frase espeluznante de: “¡Una guerra os tenía que tocar…!”
El caso es que no aprendimos a gastar dinero en flores para alegrar la vista y acariciar el espíritu; era un estipendio “sin sentido” que quedaba para los que tenían dinero para derrochar o los románticos que veían muchas películas, -sobre todo cuando el marido quería hacerse perdonar algo infumable. Y a las chicas, los novios, nos regalaban bombones, que todavía no engordaban.
Mi primer ramo de flores lo recibí un día de mi cumpleaños, en la mitad de mi mesa de trabajo en la mitad de mi jornada laboral. ¡Me dio una vergüenza…! Todos los compañeros alrededor, sorprendidos al igual que yo misma, esperando a que leyera la tarjeta pinchada con un alfiler… Y cuando, sin mirarla, dije sonriente: “es de mi marido”, se les tornó el gesto en pesaroso. ¿Qué esperaban, que tuviera un amante que me enviaba flores al trabajo?
Cuando llegué a casa –entonces ni había móviles ni se usaba el teléfono de la empresa para llamadas personales-, me tiré a los brazos de mi amante esposo, emocionada por el amoroso gesto. Él me miró sin tenerlas todas consigo y confesó que tenía miedo de que me hubiera parecido mal que se gastara el dinero en algo tan…perecedero. ¡Qué educación mala, triste y aburrida llevábamos encima! Lo perecedero no son las flores –le dije- sino el amor…y no sé si estuve muy acertada ya que unos años después nos divorciamos. Pero ese es otro tema.
Cuando una mujer recibe un ramo de flores –de su pareja, de un hijo, de una amiga- la primera emoción que siente será –probablemente- la alegría. Una luz especial en los ojos, una sonrisa irreprimible, un suspiro sanador de muchas penas. Luego hará una de estas dos cosas: agradecer, abrazar, besar, cantar y poner las flores en un jarrón o empezar a echar cuentas del dinero gastado o de la intención subliminal detrás del celofán y el lazo.
¿A qué grupo de mujeres perteneces tú?
Después de aquel primer ramo de flores he recibido muchísimos más. De mi pareja –cuando la había- y de mis hijas, de mis amigas y amigos y todos los que me he comprado yo misma porque necesitaba sentir el placer de procurarme un pequeño capricho –nada veleidoso, por cierto- para recordar que lo que me da alegría y hace feliz no siempre tiene que ser esperado “de los demás” sino que bien está en nuestra mano hacernos un pequeño regalo de vez en cuando. ¡Nos lo merecemos!
Es un dinero bien gastado –en la floristería o en el mercado, tanto da- que nos recuerda, a nosotras las mujeres, que también florecemos, que exhalamos un maravilloso perfume, que alegramos la tierra y que –hermosas y efímeras- existimos para que la vida continúe.
Y si alguna mujer decide que es estúpido gastar dinero en flores habiendo otras cosas más “necesarias”, quizás sea porque a ella nunca nadie le ofreció ese ramito campestre que suelen formar los niños con unas margaritas o el puñadito de lavandas que un chico enamorado deja en el regazo de la chica de sus sueños. Si alguna mujer –u hombre- que lea estas palabras se resiste por prejuicios a regalar flores a alguien querido…que pruebe a hacerlo. El instante feliz está garantizado en el brillo de los ojos y en el fondo del corazón.
En fin.
LaAlquimista
Foto: Mi último ramo de flores
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