En este post no me voy a referir a ninguna vivencia personal puesto que mi vida hace ya bastante tiempo que dejó de ser un “desastre”. A ello ha ayudado en mayor medida un hecho nada circunstancial: ir cumpliendo años.
La experiencia, de esta manera, ha ido conformando una base de seguridad y tranquilidad que me ha alejado (por fortuna) de los quiebros y requiebros de otro tiempo. Me complace decir –en voz bajita, por las mañanas, cuando me levanto y hago mi saludo al sol- que “todo está en orden en mi vida”-, porque los vaivenes que todavía me acaecen ya no me marean y ni mucho menos me obligan a vomitar por la borda.
Pero a lo que iba.
Sentir que la propia vida “es un desastre” es algo que pasa hasta en las mejores familias. Prueba de ello es el alto nivel de neurosis generalizada que se detecta por doquier; personas que (supuestamente) deberían estar tranquilas se angustian por el más que predecible incierto futuro. No creen en nada, son agoreros y agonías, prevén debacles, quiebras y ruinas (sobre todo estatales); desconfían de la amistad y se burlan de las promesas de amor, rebuscan en los cajones de los hijos y en las últimas llamadas del móvil de la pareja; son esas personas que toquetean toda la fruta antes de decidir no comprar nada.
“Mi vida es un desastre” –me escribía hace poco una persona anónima a mi público correo. “Tengo cincuenta y cinco años y estoy sola. Mis hijos viven lejos y mi marido hace tiempo que se fue. Menos mal que me queda el trabajo y la salud y la casa que él me dejó, pero cada día me despierto con la sensación de que me quedé vacía, de que no sirvo para nada, de que mi vida es un desastre”.
No son quejas estúpidas, ni mucho menos, las de esta desconocida –aunque reconocida en tantas otras personas-, porque el principal baremo por el que medimos la propia vida suele ser –desgraciadamente- el baremo social y el aprobado por el entorno familiar en el que habitamos. Una familia de un pueblecito remoto de Ecuador (es un ejemplo) no es nadie si no tiene unas gallinas, un chanchito, unas cabras o la parcelita donde cultiva sus frijoles y el hijo mayor no lleva unas viejas adidas calzadas al desgaire. Aquí al lado mismo hay quienes “son alguien” por su casa pagada, su cochazo a la puerta y un bolso de CH para ir a hacer la compra.
Sin embargo, la familia campesina del país lejano puede sentirse mucho más feliz, plena y realizada que esta otra familia europea de buen nivel únicamente porque en su interior, allí donde anida lo inefable del sentir, tienen paz y agradecimiento por la vida, en vez de un gran “agujero negro” donde han ido cayendo todas las carencias, los apegos, las penas y las ilusiones. Entonces, es cuando la propia vida se convierte en un desastre.
A la señora que me expresó su sentir le contesté –porque siempre respondo por educación y empatía- que allá y acá todo es lo mismo, que la actitud ante la vida no depende del dinero en la cuenta del banco (aunque también influye porque las penas con pan son menos) sino de saber quitar las manchas de la “sensación de fracaso” cuando las cosas se tuercen.
Un divorcio no es un matrimonio fracasado ni una vida frustrada, sino una experiencia para aprender. Que los hijos se vayan lejos no significa que nos huyan sino que buscan su camino en libertad. Estar sola sin pareja no es el desastre que define a una mujer –o a un hombre- sino la circunstancia vital sobre la que seguir evolucionando. En definitiva, que “la vida es un desastre” si nosotros mismos decidimos que así sea y nos enrocamos en esa idea que tantas veces es autoconmiserativa y dañina.
Cuando sientes que tu vida es un desastre siempre se puede parar, reflexionar y hacer la lista de todo lo bueno (e incluso maravilloso) que todavía está a nuestro alcance. Mejor agradecer lo que tenemos que condolernos por lo que (creemos que) nos falta.
Y si acabamos convencidos de que nuestra vida es un desastre es cuando le damos carta de naturaleza y entonces, efectivamente, la vida puede convertirse en un auténtico desastre.
Mi vida podría ser un “desastre” en estos momentos si me atuviera únicamente a ciertas premisas socialmente reconocidas para “triunfar”. Estoy sin trabajo (obligada a prejubilarme), estoy sin pareja (obligada a elegir) y mis hijas viven MUY lejos (obligadas a buscar su felicidad). Tengo el dinero justo para vivir sin deber nada a nadie y la última aspirina que me tomé fue hace varios meses. La vie est belle!
En fin.
LaAlquimista
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