Está comprobado que con el paso de los (muchos) años, los recuerdos van formando una amalgama difícil de clasificar, una maraña en la que se confunden algunas vivencias y, por pura supervivencia, se modifican o anulan otras. Pero también puede darse el caso de que acudan a la mente “recuerdos falsos” o lo que es más grave todavía “recuerdos inventados”.
No voy a meterme en vericuetos de la psique sino a contar una anécdota que he vivido en primera persona y que me ha dejado muy reflexiva. Vaya por delante que mi memoria es normal, es decir, ni tengo lagunas graves (todavía) ni la tengo “de elefante”.
La cosa es que me volví a encontrar con un exnovio –o como se le quiera llamar- con el que mantuve una relación cortita (de menos de un año) hace ya más de dos lustros. No nos habíamos vuelto a ver aunque de vez en cuando había los típicos saludos por facebook, poco más. El caso es que gracias al azar –ya que él vive en otra ciudad- coincidimos ambos en Madrid en un restaurante al que habíamos acudido ambos por nuestra cuenta, acompañados por otras personas. Nos saludamos con sorpresa alegre y me propuso vernos para tomar una copa al día siguiente. Accedí porque no me venía mal y también porque no tenía ningún motivo en contra.
El caso es que allí estábamos, él muy envejecido, muchísimo, enfermo por más señas (la vida le había tratado mal, me dijo) y yo recomponiendo el gesto y las arrugas ante los piropos que empezó a lanzarme desde el minuto cero. Recordé entonces que siempre había sido muy “territorial” y viril (según él, machito según mi opinión) y me sonreí pensando que, como se suele decir, “genio y figura hasta la sepultura”.
Yo le hubiera contado mi vida de los últimos diez años, pero él llevó la conversación al tiempo que estuvimos juntos (ya digo que no pasó de unos meses, cuatro o cinco a lo sumo), aposentándose en un espacio nostálgico que a mí no me decía nada pero que a él parecía gustarle especialmente.
Empezó, pues, a recordar nuestro tiempo juntos… y yo comencé a quedarme estupefacta porque sus recuerdos, su percepción de la relación que tuvimos y la mía… ¡era tan dispar! Lo primero que hizo fue dejar patente “lo enamorada que estuviste de mí” –dijo con sonrisa arrogante-, lo segundo que apostilló fue “gracias a mí dejaste de fumar” y para rematar se carcajeó con un “¿te acuerdas de cuando nos liamos los dos con tu amiga fulanita?”. Ahí ya pude cerrar la boca para tragar saliva, reorganizar el caos cerebral que se me estaba formando y levantarme para ir al lavabo a refrescarme la cara y las neuronas.
Pero, pero… ¿¡de dónde sacaba el tipo este que yo estuve TAN enamorada de él si, precisamente, fui yo quien cortó la relación…?! ¡Cómo que gracias a él dejé de fumar si me divorcié del tabaco tres años después de conocerle…! Y para rematar… ¡Si aquella “fulanita” era una amiga mía más maja que las pesetas, casadísima con varios hijos pequeños y que lo único que hizo fue compartir con nosotros –y por pura casualidad- una noche de copas sin más consecuencias que la resaca del día siguiente!
Me tomé mi tiempo de seguridad (no fue media hora, pero sí un rato inusualmente largo para estar en el lavabo de señoras) y cuando regresé a la mesa donde estaban mi gintonic y su “buena memoria” le espeté con menos amabilidad de lo que él esperaba y más ironía de la que yo suelo manejar habitualmente que debía de haber un error, que probablemente era “otra Cecilia” la que habitaba en sus recuerdos.
Yo estaba incómoda ante la situación porque no me apetecía en absoluto entrar en ninguna polémica sobre si las cosas habían ocurrido de una manera o de otra –más que nada porque me parecía una discusión bizantina e inane- e intenté derivar la conversación por el viejo truco de “echar los balones fuera”. ¡Pues no! ¡No me dejó! Insistió con vehemencia en que las cosas ocurrieron tal y como él las relataba y que yo “había borrado de mi memoria los recuerdos que no me convenía guardar”.
¡Vaya, otro psicólogo de pacotilla! –pensé y, en vez de decirle que, pudiera ser que él hubiera magnificado sus recuerdos para adecuarlos a sus necesidades del momento, me limité a terminar mi bebida, enseñarle las fotos de mis hijas en el móvil y decidir sobre la marcha que me tenía que volver al hotel porque estaba cansada y al día siguiente madrugaba. Pagué mi bebida –a lo que no se opuso, siempre fue algo rata- y punto pelota.
Pero no he dejado de reflexionar sobre el tema… y debo reconocer que si bien es cierto que he formateado mi disco duro en varias ocasiones (por pura supervivencia), lo que no he hecho todavía ha sido inventarme romances maravillosos con mis actores favoritos ni dar por reales fantasías eróticas ni ficticias “camas redondas” con la gente que pasa por mi lado. Está claro que cada uno se apaña como puede con esto de la buena o la mala memoria… ¡a gusto del consumidor!
Por cierto, me ha borrado como “amiga” en Facebook…
En fin.
LaAlquimista
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