Esta mañana me he despertado con esa sensación, que supongo que todos hemos tenido alguna vez, de haber “dormido demasiado”. Mientras me volvía la conciencia de a poquitos, superado el instante de tener que reubicarme físicamente –es decir, saber dónde estoy- me he puesto a escuchar el silencio.
Aplastante esta calma inusitada, como si el mundo hubiera dejado de girar; ni el tren-topo martilleando cada veinte minutos, ni los vecinos y su algarabía matutina, ni la sirena de la fábrica o el motor del ascensor: nada de nada. Esforzándome mucho, quizás, a lo lejos, unos pajarillos se disputan el desayuno o quizás saludan al sol que les cuenta que un nuevo día amanece, aunque ellos no necesiten pensar ni sentir ese nuevo umbral de la vida.
Esta mañana he roto mis rutinas y no he pasado por la ducha recuperadora de neuronas y he dejado de lado el té caliente, el pan tostado y el teléfono móvil, el ordenador y sus temibles noticias sobre el mundo que sigue girando haciendo mucho ruido, un ruido del que me he escapado a paso ligero hacia el mar –cinco minutos en dirección nordeste.
La arena limpia, hollada por mil pisadas de gaviotas, el aroma de la brisa matutina, la mar dormida aún y yo, pequeña y feliz, dando los buenos días a los pececillos de la orilla y al sol que lo ilumina todo con ese tipo de amor que nada espera a cambio de toda la vida que da.
Silenciados mis latires, camino a paso ligero detrás de la estela de las olas dormidas y voy y sigo yendo todavía un poco más allá en una caminata larga como mi sombra, hasta que las piernas expresan su deseo y la piel apetece ese baño fresco, frío, vivificador, placentero hasta el éxtasis sintiendo que todo es mío y yo pertenezco a ese todo, sencillo y complejo a la vez, dulce y amargo como el té del desierto, azul y verde, oloroso y sereno como el bosque en primavera, eterno y efímero como el amor que se sueña a los quince años…
Soñé alguna vez con ser sirena en aguas profundas y ahora soy mujer en el agua clara que nada envidia y nada tiene, un instante de nada en el todo del Universo, sal y agua, luz y latir, un beso en la sonrisa y el sueño de siempre, el que no muere, secándose en la punta de mis dedos.
Son cinco minutos hacia la derecha, ahora en dirección a casa, regreso del bautismo que no tiene ni palabras ni razones, tan sólo una sensación -que será efímera- de estar donde debo estar, de la manera adecuada y sin más pretensión que sentirme sin obligación alguna que lastre mi libertad.
Y tomar conciencia de que me esperan varias semanas sin vida social.
¿Hay algo más parecido a la felicidad?
En fin.
LaAlquimista
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Foto: Cecilia Casado