A lo largo de los años, mil veces he repetido esta frase cada vez que alguien se me acerca con la queja a flor de piel porque le ha surgido un tema monetario no previsto que le descabala el presupuesto o la biografía. Pero cuando toca aplicarse a una misma esos “consejillos” que voy soltando a diestro y siniestro entonces es cuando toca hacer una reflexión –aunque sea pequeña y en forma de post- por aquello de la pura coherencia.
Nada grave, desde luego, el hecho de llevar el coche a una revisión de rutina y que le detecten un fallo en la bobina y el cableado que obliga –so pena de jugársela a cara o cruz- a decir que sí con la cabeza baja y empezar a sacarle chispas al ábaco de calcular lo que nos va a costar la broma y de dónde vamos a sacar para compensar ese gasto imprevisto justo a la puerta de las vacaciones de verano.
¡Qué mala suerte! Y qué cuerpo se me ha quedado al poner la clave secreta en el aparatejo de la Visa para dar el visto bueno al pago de…¡casi 500 eurakos!
¡Madre mía, la de carritos del súper que lleno por ese precio, la de cañitas y pintxos que me puedo regalar, y eso sin contar la salida de los viernes y el vestidito playero al que le había echado el ojo para lucir galas en “mi otro mar”. De repente siento como si me hubiera caído desde algún piso alto una bacinilla llena de líquido infame o como si Hacienda –después de pagarle lo que me ha pedido sin rechistar- me hubiera endilgado una declaración complementaria reclamándome esos cientos de euros de más. ¡Cuánto me cuesta gestionar esta incidencia!
Lo primero que he pensado es que tendré que comprar lo más barato que haya en el Mercadona y tomarme las cañas delante o detrás del chiringuito, pero no sentada en sus cómodas butaquitas mirando al mar; que igual tengo que ir por la nacional en vez de por la autopista adelantando camiones o que si me invitan a salir tendré que poner excusas o acaso organizar cenitas en mi casa utilizando mi sabiduría de cocinera apañada.
Lo segundo que he pensado ha sido que menos mal que tengo ese dinero y no tengo que pedírselo a nadie ni suscribir un crédito de urgencia con algún usurero legal de esos que nos mandan panfletos a casa para ofrecernos un robot de limpieza a cambio de que le confiemos nuestro plan de pensiones para la ancianidad.
Y finalmente, llego al estadio en el que estoy ahora, escribiendo este post, en el que me he dicho -con más filosofía que convencimiento- que menos mal que tan sólo ha sido una avería del coche y no un accidente, que más vale gastar en recambios que en medicamentos, que este dinero que no me sobra y se me escapa no tiene más función de ser que dar de comer a otros (los del taller mecánico) y recordar que las cosas no son eternas y que un auto de diez años es como las personas: se avería y hay que arreglarlo si no queremos que muera de golpe y porrazo por no repararlo.
Aquí –llegados a este momento de la reflexión- es cuando quisiera hacer gala de mi pretendido “alquimismo” y darle la vuelta a la situación y pensar en positivo durante los próximos días, mientras hago las maletas y voy mirando la previsión meteorológica para el Mediterráneo.
También se me ocurre que hay muchísimas personas que pagan esa cantidad por un par de zapatos o por medio bolso; por una cena para dos en un lugar “estrellado” o simplemente en un regalo para quedar bien con quien lo recibe o con la autoestima de quien lo hace.
También se me ocurre que esa cantidad es la que necesitan muchísimas personas para comer todo el mes la familia entera y comprarse la ropa en Emaús y salir a celebrar las efemérides al campo con ensaladilla rusa, filetes empanados y sidra champán famosa en el mundo entero.
Todo, tan relativo. Todo, tan absurdo, irreal e incluso estúpido.
En fin.
LaAlquimista
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Foto: Mujer llorando en un Ferrari