Acabo de terminar, con asombro sin par, el magnífico libro “El cuerpo nunca miente” de la psicoanalista renegada Alice Miller. Esta lectura me ha abducido durante una semana entera, provocándome, en muchos momentos, una especie de pavor inconsciente y, en otros, el dolor que inflige el clavo ardiendo en la llaga abierta.
Esta mujer, inteligente, rompedora y osada, se enfrentó a toda la clase psiquiátrica en general y psicólogos en particular, destruyendo la moral terapéutica al uso que hace que, a las víctimas de abusos y maltrato en la infancia, se les repitiera una y otra vez que la solución a sus problemas llegaría con el perdón a los padres y la comprensión de las circunstancias que éstos habían tenido que vivir en su propia infancia para llegar a comportarse deshumanizadamente con sus propios hijos.
Habló, Miller, de que ningún maltrato infantil –desde las bofetadas y los cachetes, hasta el abuso sexual- puede ser obviado por el ser humano adulto por mucho que se empeñe en “olvidarlos” o incluso “perdonar a sus padres” tal y como obliga el cuarto mandamiento, ése que dice “Honrarás a tu padre y a tu madre”.
La traumática contradicción de tener que amar y respetar a quien te ha maltratado cuando eras un ser indefenso digno de amor y la aceptación por parte de la mente racional de esta imposición moral y social es indefectiblemente –según Miller- el origen de la mayoría de las enfermedades que afligen al ser humano.
El cuerpo nunca miente, repite continuamente en sus doscientas clarividentes páginas, tan sólo hay que afrontar la propia historia e ir rescatando los recuerdos tapados con la moral cristiana, la conveniencia social y el miedo a romper el tabú.
¿Quién reconocerá ante un “cómplice amigo” el lazo enfermizo compuesto de miedo y sentido del deber que se establece con los padres maltratadores?
“Llamo malos tratos –dice Miller- a este tipo de educación basada en la violencia. Porque en ella no sólo se le niegan al niño sus derechos de dignidad y respeto por su ser, sino que se le crea, además, una clase de régimen totalitario en el que le es prácticamente imposible percibir las humillaciones, la degradación y el desprecio de los que ha sido víctima, y menos aún defenderse de éstos.” (Pag. 22)
Por primera vez encuentro un texto psicoanalítico de profunda enjundia emocional y moral, carente de prejuicios y valiente hasta decir basta. Ni qué decir tiene que Alice Miller (1923-2010) fue denostada en su día y puesta en solfa por la clase médica de su especialidad. El tiempo le ha dado la razón más que ampliamente por el reconocimiento que obtuvo de sus tesis y sus trabajos en contra del maltrato infantil en todas sus formas.
Alguna vez he escuchado a una mujer que, entre confidencias entrecortadas de vergüenza (¿por qué?) intentó hablar “por encima” del abuso sexual que padeció en su infancia por parte de un familiar directo. Ella misma, de alguna manera, soterraba la denuncia con el chantaje al que somete la religión, la sociedad, la familia a través del cuarto e inapelable mandato. Alguna vez también, se me ha dicho que “no se debe hablar mal de los propios padres porque es indigno”, algo así como tirar piedras contra el propio tejado, como reconocer que si se ha padecido un maltrato “por algo sería” y continuar dejando la autoestima de esa persona adulta que no puede conseguir afrontar su propia realidad a la altura de alguien neurótico o incluso “mentiroso”.
Es terrible todo esto y, siempre según Alice Miller, las consultas de los psicoanalistas y psicólogos han estado y siguen estando llenas de adultos maltratados que siguen castigando a su pobre niño interior dándole razones incomprensibles y espurias para comprender, perdonar, aceptar la maldad de unos padres que, ellos sí que eran unos neuróticos débiles psicológica y moralmente que descargaron sobre sus hijos las más profundas miserias de sus almas en vez de darles todo el amor y respeto que los hijos se merecen. Lo más curioso de todo suele ser que esos padres maltratadores que exigen honor y respeto nunca piden perdón por el daño causado a sus propios hijos
Aceptar la realidad y sobre todo escuchar al propio ser dañado que dice y grita la verdad, es la mejor terapia. Porque si se sigue encubriendo mediante la hipocresía y un falso perdón, el cuerpo, que nunca miente, se manifestará de mil maneras para expresar su disconformidad.
Mejor pagar el precio moral de aceptar la maldad del maltratador que no pagar el precio de psicosomatizar el dolor, la rabia, la ira y el odio que provocan estos seres.
En fin.
LaAlquimista
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Foto: Cecilia Casado.