¿Quién decide cuáles son los hitos del ser humano en función de su edad biológica? ¿Los sociólogos, los economistas, los políticos? ¿Quién se beneficia de la crisis de los cuarenta y de la de los cincuenta? ¿Son reales o inducidas?
Vive rápido, muere joven fue una frase icónica de una época en la que había más yonkis que yupis, más heroína que heroicidades, más miedo a la libertad que libertad misma. Y nos caló en el alma cierto concepto de que la sabiduría de la vejez era un cuento chino (o budista) y que un cuarentón en la discoteca era tan repulsivo como los zapatos italianos con calcetines blancos. Nos lo creímos. Y actuamos en consecuencia… ¡así nos lució el pelo!
Con mis dieciocho por banda estaba convencida de que a los treinta sería “vieja”, por lo que me lancé a disfrutar de la juventud y de la vida como si no hubiera un mañana. Al cumplir veintinueve empecé a darme cuartelillo y a pensar que no era para tanto y pasé la barrera de los treinta sonriente y feliz con mi primera hija y mi primer divorcio a cuestas.
Pero no me hizo tanta gracia cuando intenté suscribir un “Crédito Joven” para tapar un descosido y me enteré, por decreto ley de la entidad bancaria que los ofrecía, que eran para jóvenes de entre dieciocho y treinta años. ¡Maldición! ¡En vez de sacarme de la juventud una actitud conservadora o veinte mil arrugas en el alma me expatriaba de mí misma un usurero legal! ¡Mejor!-pensé- y no pedí el dinero prestado ahorrándome intereses y disgustos futuribles.
Cuando se me echaron encima los cuarenta y ya llevaba dos hijas en el corazón y dos divorcios en el Libro de Familia me dieron ganas de reir (por no llorar) ante la actitud de amigos y familiares –siempre he sido la mayor, curiosamente- que me miraban con una pretendida conmiseración anunciadora de una eventual depresión que, justificada por la edad y las estadísticas, probablemente me avasallaría sin darme opción a levantar el ánimo ni a recomponer la autoestima. La crisis de los cuarenta la inventaron para los hombres –me dije- porque se quedan calvos y les sale barriga y están hartos de trabajar para mantenernos ¿? y dar caprichos a los hijos y cargar el coche en las vacaciones y soportar los desafueros de la parienta y de la madre de la parienta. Los humoristas se encargaban de ridiculizarse a sí mismos y a todo el género masculino por extensión.
Mientras tanto yo me veía guapísima, con todo en su sitio –me refiero a mis cualidades personales- y no entendía que nadie pudiera decir “cuarentona” con desprecio o retintín. Fue una época estupenda, no me pregunte nadie qué hice para ser feliz y no darme cuenta de que estaba “en crisis”.
Pero cuando llegué a los cincuenta la cosa se puso más cruda; por doquier llegaban avisos estremecedores de arrugas, flaccideces, incontinencias, saltos mortales hormonales y abandono, desprestigio, invisibilidad y vapuleo social en general…hacia las mujeres. Los hombres, benditos ellos, tenían menos pelo, más barriga pero se habían echado una novia nueva: la próstata, que daba más disgustos y sustos que una de verdad con veinte años menos que ellos.
Otra vez tuve que mirar sorprendida alrededor para constatar que seguía viéndome en el espejo tan guapa como siempre (o más) y me dediqué a disfrutar de la vida en la siguiente escala de poder; viajé como nunca en compañía de mis hijas, amé de nuevo con la ilusión de la juventud y la fuerza de la madurez, asumí retos nuevos e hice el Camino de Santiago. No me reinventé a mí misma porque no me hacía falta ya que había hecho oídos sordos a las voces agoreras que me vaticinaban la época menos prodigiosa de mi vida, anunciándome posibles, eventuales e hipotéticos males, enfermedades, penurias –económicas y de las otras- y un declive imparable hacia la soledad de la mala y la depresión de la peor.
Sin embargo, nada fue así tal y como lo anunciaban. Nada es como los demás dicen que tiene que ser sino como uno mismo decide que sea. No me he convertido en una vieja avinagrada ni estoy sola sin perro que me ladre (mis amores para Elur). De salud, dinero y amor estoy más que servida porque ya no necesito ni tanto de esto ni tanto de lo de allá como creía que necesitaría. La vida me sigue pareciendo un regalo y doy las gracias todos los días por haberme saltado a la torera todas las crisis casi sin darme cuenta.
En realidad, la única crisis que me ha afectado de verdad fue la crisis económica a la que nos llevó la mala gestión del gobierno de la Nación hace ahora siete años. Ahí fue donde perdí mi puesto de trabajo -y tuve que aceptar una prejubilación forzosa que me dejó “tocada del ala” durante el tieppo en que apliqué toda la resiliencia de que fui capaz y volví a hacer la pequeña “alquimia” de convertir una debacle en la oportunidad de cambio y, en consecuencia, volver a ser moderadamente feliz.
De hecho, este blog surgió de aquella crisis…
Y aquí estamos, caminando hacia la siguiente estación de paso…
En fin.
LaAlquimista
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