Es mi costumbre relatar en este blog anécdotas o vivencias que me han ocurrido en primera persona; a veces cuento algo como si fuera un narrador omnisciente, ese que ve la situación desde arriba y sabe tanto como el propio protagonista de la historia. En otras ocasiones hablo por persona interpuesta, cuento lo que me cuentan para que lo cuente o simplemente, me fijo, tomo notas y luego hago un refrito a mi manera para que sea “comestible”. Rara vez me invento algo y si lo hago entrecomillo el párrafo o bastardilleo la letra: a buen entendedor pocas palabras bastan.
Y como nadie ejerce censura sobre este blog me permito hablar de todo lo que deseo en absoluta libertad. Otra cosa es que haya temas íntimos que merecen mi silencio –faltaría más- o que correspondan a la vida de alguna persona que pueda verse afectada y que –faltaría más- recibe todo mi respeto a través de mi silencio. Luego está por dónde me da el aire y el estado de ánimo en el que me hallo cuando comienzo a teclear. Se me nota triste algunas veces, enfadada las menos y casi siempre moderadamente feliz. Tengo una visión de la vida con cuarto y mitad de sentido positivo (siempre he sido así y bien que me lo reprochaban en su día) y no me ha ido ni mejor ni peor que a quienes usaban la misma ración de sentido negativo (aunque le llamen realismo) para afrontar las vicisitudes cotidianas.
Sin embargo, hay algunos temas de los que no puedo hablar…por puro desconocimiento de los mismos.
A saber.
Me cuesta hablar del rencor y el resentimiento porque nunca tuve tiempo de sentirlo a pesar de que durante muchos años me ví rodeada de personas que se alimentaban de ese peligroso veneno. ¡Ojo! ¡No es que yo fuera santaceciliavirgenymártir! Es que…cuando algo me hacía daño intentaba aprender de ese ejemplo negativo y colocarme al otro lado de la valla. Que no es que allí no me alcanzaran los dardos, pero me daba cierta perspectiva para ver desde dónde los lanzaban y agacharme cuando tiraban a dar.
No puedo hablar de la envidia porque si alguna vez he tenido algún atisbo o ramalazo, al igual que un absceso purulento, me lo he reventado o hecho arrancar. No puedo hablar de lo que se siente al ser millonaria porque nunca he tenido más que céntimos de millón. Ni puedo hablar de la felicidad excelsa porque tampoco ha llamado a mi puerta. No sé apenas del dolor físico porque el que padecí ya cicatrizó. Y del dolor psíquico bien sé yo la energía que me dejé en su día buscando ayuda para salir del agujero.
No puedo hablar de muchísimas cosas, simplemente, porque las desconozco, porque nunca las he experimentado en mi propia piel. Por eso no hablo de ellas. Para bien y para mal.
Luego está lo que me callo para no hacer daño.
Y eso es lo que más satisfacción me puede llegar a dar porque la palabra tiene mucha fuerza, mucha potencia, y según mi admirado Miguel Ruiz, en el primero de sus cuatro acuerdos lo dice bien claro: “Sé impecable con las palabras”. Porque con ellas se puede herir…e incluso matar.
De lo que no puedo hablar, pues… simplemente no hablo.
Y aquí paz y después gloria. Así que si alguien se toma algo mío como personal y hace suposiciones e interpretaciones a su gusto y manera…ese no es mi problema. Con los años he aprendido a escribir sin faltas de ortografía, a cocinar y que el mundo no gira alrededor de mi ombligo. Que no es poco…
En fin.
LaAlquimista
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