El pasado no tiene arreglo, lo hecho –aunque esté mal cocinado- hecho está, y no puedes tirarlo, te lo tienes que comer, y las lamentaciones tan sólo sirven para aumentar el saco de la culpa y la mala digestión. Mi generación se ha pasado siete pueblos en un sentido y se ha quedado corta en otro y con las tribulaciones a cuestas hemos entregado el testigo a nuestros hijos que ya andan haciéndonos abuelos (más tarde que pronto) aunque quiero suponer que con tanta o más cabeza que nosotros.
Una de las pocas cualidades que me quedan a mi edad es la de ser una observadora contumaz; esto en sí no es que sea una virtud reconocida pero a mí me sirve para escribir el blog y, sobre todo, para echarme las manos a la cabeza y reavivar mi conciencia de vez en cuando, para no caer en el peligro de acomodarme en el sofá de las supuestas certidumbres mentales.
Me ha dado últimamente por observar a los niños y a sus padres, y quizás sea esto porque me molestan muchísimo los gritos, la algarabía y las broncas (sobre todo las que montan los padres) quedándome extasiada viendo a los tiernos infantes en libertad todavía, ellos que aun pueden aunque no sepan que pueden.
Los niños –esto es un dato científico- son como grandes esponjas que absorben el entorno. Para bien y para mal, incorporan el ejemplo familiar y social a su escala de valores y no es hasta bien dejada atrás la edad de la inocencia cuando tomarán conciencia –o no- de los desmanes (hipotéticos) que sus padres hayan perpretado con ellos en la infancia o de la empatía amorosa (ésta hipotética también) de que disfrutaron. Es decir, ellos no son conscientes del “bien y del mal” más que por persona interpuesta. Si le dan una patada a otro niño y los padres le afean la conducta no será lo mismo que si le jalean para que le atice más fuerte; razonada o visceral la violencia is in the air, desgraciadamente.
Ayer mismo, en el jardín, aferrada a mi libro, en la esquina más alejada de la piscina, recibí la visita de una criatura de unos siete años que corría haciendo aspavientos huyendo de su madre. Algo habría hecho supuestamente que le producía miedo al castigo porque la madre gritaba desde la otra punta de forma desaforada y el niño, ya a mi lado, repetía, -¡no, no y no! Como era imposible hacerme la indiferente –me estaba salpicando el libro con su saliva- le miré con cara de muchos amigos, a ver si me vislumbraba como a una abuelita frágil y dejaba de alborotar. En esto se acerca otro niño más pequeño –el hermanito- y le tiende la mano al mayor en signo de franca amistad y cariño. Entonces, el tierno primer infante, levantó la voz hasta el agudo imposible y le espetó al hermanito afectuoso: “!Vete, déjame, que eres más bobo y más tonto que una mujer!”
Pegué un bote en la silla de leer como si me hubiera mordido un mosquito tigre de esos que están de moda. Levanté mi casi metro setenta –con la fatua intención de imponerle un imaginario respeto-sobre el enano saltarín y le pregunté, mirándole a los ojos en plan gorgona: – “¿Qué has dicho, qué has dicho?”. El pobre crío me miró con cara de monaguillo pillado bebiéndose el vino de consagrar y dijo en voz baja: “ay que no, que no te lo digo a ti sino a mi hermano…” ¡Toma ya, hasta me tutea el pequeño saltamontes…!
Obviamente ni se me ocurrió añadir una palabra, ni un parpaedo, pobre criatura, lo que tendrá que gastar de mayor en libros de autoayuda o en ansiolíticos o quien sabe si no se hará misógino convencido o psicópata inconsciente, a saber en qué recovecos de su cerebro se estarán quedando esas miasmas dogmáticas –escuchadas, aprendidas de primera mano. ¿De quién, cómo, por qué?
La madre recorrió a regañadientes el tramo de jardín que le separaba de sus dos retoños, llegó hasta mí y, sin mirar, ni saludar, ni rien de rien, agarró a ambos críos por los brazos y se los llevó medio en volandas mascullando a saber qué.
Ese niño –el mayor- es el mismo al que encontré la víspera (parece ser que lo dejan sus padres en el jardín las horas muertas de la siesta) orinando contra un olivo. Le dije que si no era mejor que hiciera pipí en su casa y me miró como si le hubiera pedido que recogiera las aceitunas que había en el suelo para hacer mermelada. Le di las gracias por no hacérselo en la piscina, pero creo que le faltan muchos muchos bocadillos de mortadela para llegar al predio de la ironía…
¿No hemos conseguido nada las mujeres de los años 70/80, las que tuvimos que hacer de buques rompehielos contra los prejuicios, la educación absurdamente pacata, hipócrita y sexista con la que nos tocó lidiar? ¿Nuestros hijos y nuestras hijas no han captado el mensaje de lucha, de liberación, de respeto, de igualdad que les inculcamos? ¿Qué modelo están siguiendo? ¿Han retrocedido en el tiempo a la época doliente de sus abuelas?
Eso sin contar la violencia –contenida o no- que veo en los parques; madres zarandeando a sus hijos, llamándoles de todo menos guapos, padres gritones y faltones, niños asilvestrados escapando de los progenitores salvajes, todos iguales, una fauna desconocida, de libro o de pesadilla…
El día que quede convencida de que no ha servido de nada nuestra lucha tiraré la toalla y me gastaré lo que me quede del plan de pensiones –si es que queda algo- en un chevalier servant o similar que me quite las penas y me lleve a la casilla de salida (pero la de salida de verdad) y me despida de este mundo con un disco de Janis Joplin y un buen porro de maría en vez de un catéter con morfina.
En fin.
Laalquimista
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^* En El Diario Vasco -papel- de hoy, viernes 11, dentro de la sección “Desde el Bule” un nuevo artículo para los donostiarras
“Volver a casa”. ¡Que lo disfrutéis!