Pertenezco a una generación de mujeres que se casó demasiado joven para poder emanciparse del hogar familiar. Soy de aquellas chicas que en los 70 buscó la no-dependencia mediante los estudios, el trabajo y ser muy “moderna”, pero no tanto como para prescindir de las rémoras educacionales, así que me casé presionada por la familia porque lo de “vivir en pecado” era una losa que mis padres me echaron encima y para contentar a tirios y troyanos…nos casamos. A la vuelta de unos cuantos años (siete) pasó lo que tenía que pasar y se rompió el amor y llegó la separación como un huracán que todo lo arrasa.
Desde entonces han pasado más de veinte años con amores improvisados que vienen y van y no terminan de cuajar como esos copos de nieve demasiado etéreos, aplastados por la lluvia y convertidos en barro.
Reincidentes recalcitrantes, muchas personas con una mala experiencia de pareja a sus espaldas vuelven a intentarlo; y curiosamente son los hombres los que más prisa parecen tener, como si dormir solos más de tres meses fuese tan difícil como subir al Everest, como si tener una mujer en casa formara parte del “decorado” de sus vidas, una excelencia social a la que no se quiere renunciar. Se emparejan, cuarentones o más, con señoras o señoritas más jóvenes –sobre todo más jóvenes que la anterior esposa- y ahí se quedarán hasta que el viento cambie de dirección… o deje de soplar. Ellas, las separadas, por su parte, dejan su cama en barbecho el tiempo que haga falta o la siembran con flores de paso que dejan buen aroma y poco más. Esperan antes de volver a dar el paso… porque también lo dan.
Tengo más amigas y amigos separados o que “hacen cada uno su vida” que bien casados. Duermen juntos cuando les apetece y comen cada uno por su lado, inauguran una nueva rutina de fines de semana y el resto del tiempo preservan su espacio, su libertad, su independencia y se quedan a solas con sus fobias y sus filias. El domingo por la tarde, gloria bendita volver a su txoko y estar de nuevo en paz y en silencio. Porque esa es otra: los nuevos ennoviados están a gusto la mitad del tiempo y la otra mitad, gruñen como cualquier matrimonio al uso. Las excepciones honrosas y felices también existen, faltaría más, pero son tan pocas que apenas uno repara en ellas.
Volver a convivir a los cincuenta años no es asunto baladí porque conlleva retomar obligaciones que ya se tenían aparcadas. Para la mujer responsabilidades domésticas, volverse a ocupar de alguien: (cocinar, lavar, planchar, coordinar la intendencia de la casa) –curioso el hecho de que casi todas las parejas maduras acaben viviendo en la casa de ella y no en la de él, habría que investigar los porqués-. Para el hombre reiniciar el gps mental que indique dónde anda a cada momento, que le pongan los horarios de regresar a casa como mandan ciertos cánones y, otra vez, de nuevo otra vez, depender de una mujer (madre o esposa, qué más da) para estar cómodo por fuera aunque le cruja el alma por dentro.
Creo sinceramente que a partir de cierta edad -la mía, por ejemplo- sería más apetecible tener “novio a secas”, compartir las aficiones en común con alegría –una buena mesa, una buena cama, paseos, viajes, escapadas, museos o deportes e incluso los amigos- y dejar el suficiente espacio para lo que uno mismo desee hacer en solitario o en compañía de otros. Porque si tanto luchamos en el pasado por que no nos obligaran a vivir según los roles establecidos y que consideramos obsoletos, si somos de aquella generación luchadora que negó tabúes y se astilló el alma rompiendo cadenas, no es de recibo, ahora, bien entrados en la cincuentena y en la recta final de la vida dar un paso atrás y volver a caer en el mismo cepo que ya nos tuvo prisioneros alguna vez.
Yo me apunto a lo del novio, de verdad, a eso de ponerse guapos para el encuentro, con ganas de besar y ser besado; utilizar el hombro donde apoyarse si hace falta llorar (tanto ella como él), disfrutar de la complicidad del goce compartido y después rascarse cada cual las pulgas en soledad sin fastidiar al otro. Y cada uno en su casa y Dios en la de todos, faltaría más…
En fin.
LaAlquimista
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