Dicen que somos animales de costumbres; seguramente esta afirmación se basa en que así hemos sido “domesticados”, como quien tiene un perro al que dice querer mucho. Pretendieron enseñarnos –a palos físicos o de los otros- que en esta vida hay que seguir unas normas imprescindibles para que la maquinaria funcione y que de paso en algunas ocasiones –si trabajamos duro, nos empeñamos mucho y sudamos más-, podemos ser recompensados con algo parecido a la felicidad. Uno de los instrumentos para obtener esta domesticación consiste en instaurar el cumplimiento de rutinas para evitar el caos.
Rutina es levantarse cada día a las siete de la mañana para ir a ganarse el pan: locura es seguir levantándose a la misma hora los días festivos para ir a comprarlo. Rutina es trabajar ocho horas sin más respiro que las escapadas a fumar o a tomar café: locura es seguir trabajando cuando el horario laboral ha terminado abrasada la boca de tabaco y el estómago de café de la máquina. Rutina es desayunar, comer y cenar frente a alguien sin dirigirse la palabra, no porque se esté mirando la televisión sino porque no hay nada que decirse: locura es defender el aburrimiento como valor social. Rutina es compartir la cama sin más coincidencia que ronquidos y resoplidos: locura es ser adalid de la conveniencia matrimonial. ¿Sigo? ¿No? Pues paro.
Los beneficios de romper las rutinas ya los ensalzan quienes pergeñan (y venden) sesudos informes realizados rutinariamente por expertos de la cosa. Ellos son los que animan a variar un poco- sólo un poco- el ritmo del engranaje para darle a la mente un respiro. Añadiríamos que el respiro lo necesita también el cuerpo, faltaría más, y apurando, hasta el espíritu, esa cosa de la que algunos hablan y muy pocos alcanzan a vislumbrar en toda una vida de rutinas qué significa exactamente.
Rutina necesaria: aquella que sirve de viga maestra al individuo para que no se tambalee. Rutina libertaria: aquella que elige el individuo para que le dejen tambalearse en paz. Rutina impuesta: la que cada uno se inflige a sí mismo en la creencia de esa libertad o de aquella supuesta necesidad.
Después de casi toda una vida obligados a madrugar, trabajar y descansar a horas fijas, llega un momento en el que el individuo se ve obligado -porque puede permitírselo- a pararse a pensar y considerar si lo que ha estado haciendo durante lustros es lo que más le conviene o, mejor dicho, lo que más quiere hacer. La libertad de llevar a cabo esta tarea de discernimiento personal sigue estando ahí: por eso tan pocas personas la llevan a cabo, porque es molesta, enjundiosa y la autocrítica tiene poco éxito social.
Entonces se puede descubrir –yo lo he descubierto con gozo- que uno no se siente mal por quedarse en la cama hasta las diez de la mañana un martes cualquiera, que se puede dejar la plancha –o cualquier tarea enojosa- para el día que llueve (o cuando menos desagrade), que no hay porqué salir de fiesta los sábados cuando todo hijo de vecino sale, que se pueden hacer con las rutinas de toda una vida juegos malabares sin importar que se caigan dos o tres al suelo.
Romper la rutina es bueno –lo digo sin que nadie me pague por decirlo y sin haber escrito ningún estudio sesudo al respecto. Es bueno “cambiar de charca” y croar con otras ranas diferentes; es bueno cerrar la puerta –no hace falta dar portazos- y subirse al primer tren que vaya a no sé dónde; es bueno abrir los ojos y descubrir que la vida ofrece muchas más posibilidades de las que nos habían contado y por las que apostamos un día firmando ante Notario.
Así que voy a dejar de lado mi rutina de escribir este blog lunes, miércoles y viernes porque ha llegado el momento –una vez más- de desplegar las alas y surcar otros cielos, beber otro aire, respirar otro mar… aunque haga guiños de vez en cuando si me apetece hacerlos. Luego, seguramente desconcertada por la falta de mi costumbre habitual… retornaré a la rutina de siempre.
Llamémosle vacaciones, aunque yo prefiera llamarle “ruptura de la rutina para vivir mejor”.
En fin.
LaAlquimista
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