No todo el mundo envejece. La línea de la vida suele quebrarse a veces de forma abrupta y nada sabemos ya de lo que sienten los que se van y no queda más sentir que el de los que se quedan, llorando la ausencia.
De los que estiran y estiran su biografía al ritmo de adelantos médicos y óptimos auspicios de longevidad, he dado en fijarme en quienes envejecen bien y quienes envejecen mal. Bien entendido –como siempre- que es una apreciación personal sujeta a un amplio margen de error.
En mi opinión los que “envejecen mal” son aquellos que cruzan los dedos cuando se menciona la vejez en su presencia, a los que les da yuyu sugerir tan siquiera el futuro más que cierto de la decadencia, la decrepitud y la muerte, aquellos que a los ochenta y cinco años siguen ahorrando para “el día de mañana” y que, sin ánimo de ofenderles, están convecidísimos de que el tema de la muerte no va con ellos. Pues eso, allá ellos.
En realidad yo quiero hablar de quienes envejecen bien, porque me interesa más sumarme a ese equipo en el que veo que hay como una alegría y desenfado más agradable que el que hay en el otro lado del campo donde se pasan el tiempo yendo a médicos en cuanto hay un carraspeo o inflándose de pastillas o remedios de todo tipo para prevenir lo que es ineluctable.
Los que envejecen bien –los observo detenidamente para apuntarme lo positivo- son esas personas que no llevan la cuenta de los años que supuestamente les quedan por vivir sino que se deleitan con el presente como lo que es: un regalo. Envejecer bien es alegrarse de las arrugas de la piel porque todavía están ahí y aun se puede acariciarlas con una rica crema. Envejecer bien es sentarse cuando uno se cansa de bailar y tomar una copita de algo rico disfrutando de la calidad más que de la cantidad. Envejecer bien es dejar de lado la queja continua –esas frases demoledoras del tipo: “yo ya no estoy para esos trotes”, “ya se me ha pasado la edad de esto”, “tengo que tener mucho cuidado con lo otro y lo de más allá”- y cambiar el rol de plañidera o quejica sempiterno por el de la persona que se alegra conscientemente de estar viva y disfrutando de la luz de la mañana, el calorcito del mediodía y la sopa sabrosa de la noche.
Envejecer bien consistiría –empiezo ya a vislumbrarlo- en no dárselas de seguir manteniendo la fuerza de antaño (y producirse lumbagos y contracturas en plan chulito), en aceptar las limitaciones que deparan los muchos kilómetros recorridos, acoger el cansancio con amor y celebrar las canas pintándolas de colores o dejándolas como están.
Quien envejece bien tiene un post-it en el frigorífico de cuándo empieza la temporada del bonito y no cuál es el límite del colesterol permitido, tacha los días que faltan para ese pequeño regalo vacacional en vez de replegar las velas para que no las azote el viento. Envejecer bien es el lujo de mantener la misma esencia de toda la vida, la que nos hizo ser irresponsables a los quince, soñadores a los veinticinco, adultos un poco después y casi nos tiró a la cuneta de lo anodino a los cuarenta. Obrado el “milagro” de a partir de los cincuenta ya las piedras del camino se sortean casi sin mirar y el futuro es una película que no nos apetece ver porque estamos ocupados en protagonizar el rodaje del presente. Nada más. Y nada menos.
En fin.
LaAlquimista
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