Que todo hijo de vecino necesita sentirse querido por sus seres cercanos es una verdad de Perogrullo aunque haya quien diga que le da igual, que no necesita de afectos para sentirse bien, que con quererse a sí mismo tiene más que suficiente, librándose así de decepciones varias y desencantos diversos.
También están los que le buscan tres pies al gato diciendo que cada uno es libre de querer a su manera y al que no le guste que se aguante y que sobre el cariño o el amor no hay nada escrito porque para gustos están los colores. Pero a la hora de la verdad, todos -y digo “todos” porque no puedo decir honradamente “casi todos”- necesitamos que haya “alguien ahí” por si pintan bastos y nos pillan con la guardia baja.
Antes –en el siglo pasado, que se dice pronto- existía la costumbre de hablar por teléfono desde el aparato fijo que estaba en el mueblecito de la entrada o en la mesita al lado del sofá del salón. Llamábamos cada día a la abuela a ver qué tal estaba y ella nos contaba lo que le dolía ese día. Pero si no contestaba al teléfono a la hora de la comida, si llamábamos cuatro veces y nada, nos preocupábamos, íbamos a su casa –si vivía cerca- o involucrábamos a la vecina de turno por si había visto algo extraño.
Ahora todo ha cambiado y tengo mis dudas de si es para bien. Siento que vivimos en una “isla” y que nos hemos convencido de que esa es la manera “normal” de vivir. Aislados y a la vez accesibles. Quizás para que alguien se preocupe de si seguimos vivos haya que dejar inactiva la cuenta de Facebook durante una semana o desaparecer de Twitter o no colocar una foto en Instagran durante un periodo de tiempo inusual. O no comentar en ningún foro o blog habitual. O –y esto sí que es la prueba de fuego- desinstalar el Whatsapp y ver qué pasa. No digo yo que apagues el móvil ni arranques el cable del fijo, que por ahí seguro que podrán contactarte quienes de verdad, pero de verdad de verdad se preocupan por tu vida sin poner como excusa para no hacerlo que ellos mismos están ocupadísimos con sus asuntos, sus historias, su estrés y sus horarios draconianos desde el punto de la mañana hasta el final del día no consiguiendo escamotear ni cinco minutos –cinco minutos, hay que fastidiarse- para que el pensamiento lleve a la acción el mínimo acto de interesarse por el prójimo al que se supone se quiere mucho y todo eso.
Cuando me entero de que han descubierto el cadáver de una persona anciana ya que los vecinos han llamado al 112 porque “olía mal en el descansillo”… me estremezco. Y no sin razón aparente porque, las cosas como son, a mí no me llama nadie cada día para ver si estoy bien y como vivo sola y mi perrillo todavía no domina las tecnologías, no sé yo qué sería de mí si me da un jamacuco un día festivo…
Un par de personas cercanas tienen llave de mi casa, pero claro, si yo no les llamo para decirles que vengan… ¿cómo se enterarán ellas de que tienen que venir? Quiero suponer que mis hijas se mosquearían en la otra punta del mapa si no respondo al whatsaap, pero sabiendo lo independiente que soy, seguro que no se preocuparían por lo menos hasta transcurridos unos cuantos días sin noticias.
No sé porqué me ha dado por escribir sobre este tema: al final parece que hablo de la soledad y en realidad lo que quería decir es que nos siguen más la pista los desconocidos que los cercanos por otros motivos.
Lo dicho: muchas posibilidades y poca comunicación.
Al final va a tener razón esa amiga que insiste después de treinta años en que ella no se separa de su marido por si la tiene que acompañar a Urgencias a las dos de la mañana.
En fin.
LaAlquimista
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