La última tarde lluviosa me dediqué a hurgar en los viejos álbumes de fotos de papel. Buscando la que no encontré hallé las que no esperaba, me ocurrió como a veces en las cosas del amor.
Aparecieron varias instantáneas de hace quince años, de cuando me compré una moto que pesaba 110 kgs. a la que a duras penas conseguía mantener en equilibrio en los semáforos en rojo. Era una moto chula, de esas de fardar melena al viento bajo el casco; allí estaba yo sonriente y satisfecha, con vaqueros y chupa de cuero sobre un corcel que tan sólo servía para ir a trote discreto por las avenidas de la ciudad, pero que me hizo sentir como si hubiera conseguido rescatar de la hoguera del tiempo algunas brasas de mi agonizante juventud. Sentí lo que se siente cuando se va rápido y haciendo ruido y todo el mundo te mira pero nadie te puede ver.
La moto me duró tres años hasta que saltamos juntas por los aires gracias a un coche que se saltó un stop impunemente en el cruce de la cárcel de Martutene. Choque frontal, cinco meses de baja para reflexionar sobre la velocidad…de la vida. Pero no es de eso de lo que quiero hablar.
Estas fotos me traen el recuerdo de mis ocho años, cuando iba de “paquete” en la moto de mi padre, una MV peligrosísima (según las normas de hoy), agarrada a su cintura mientras subíamos velozmente –o eso me parecía a mí en mi insignificancia- la cuesta de Aldapeta para depositarme en el colegio a primera hora de la mañana. Las demás niñas iban en autobús o caminando, pero yo llegaba abrazada a mi padre, en un corcel de hierro que provocaba la admiración de los chicos del colegio vecino y la desesperación de mi madre porque me ponía los pelos de punta y la falda del uniforme por los aires.
Sentía en mi rostro la envidia de algunas compañeras y no podía dejar de fomentarla, no por disponer de un bien de transporte cuando casi nadie tenía uno, sino por el hecho de tener a los ojos de mi padre el valor suficiente como para subirme con él en la moto y sin miedo. Que ésa era otra. Sin casco, ni él ni yo, petardeándome el escape en las canillas, sujetando de cualquier manera la maleta de cuero de los libros entre mi cuerpecillo y el suyo. Expuestos al peligro y a la “aventura”, los días en los que mi padre accedía a llevarme en moto con él conformaron la base de lo que sería con el tiempo una autoestima bien nivelada pero que en su momento parecía no ser más que la irreflexión propia de una niña. No juzgaré si mi padre era un inconsciente porque habría que situarse en el tiempo y el momento precisos.
A mi madre no le hacía gracia, pero mi padre disfrutaba de aquella pequeña y exclusiva complicidad que se había instalado entre nosotros. Nunca tuvimos un accidente, ni tan siquiera un patinazo. No sé si alguna vez alguien nos sacó una foto a los dos juntos en la moto, si es así se ha perdido o quizás algún día aparezca entre las cajas cerradas que sobrevivieron a mi padre y de las que todavía es depositaria mi madre como fiel cancerbero.
Cuarenta años después, yo también llevé en mi moto a mi hija pequeña de aquí para allá; con cascos homologados y una prudencia infinita, ella era feliz subiéndose a la Kymko conmigo, sé que se sentía orgullosa y excitada de compartir aquella pequeña osadía y había que verla con su rubia melena al viento (bajo el casco) sujetando la mochila del colegio cuando la esperaba a la salida algunas tardes. Se establece un recuerdo compartido, entre nosotras pervive la memoria del abuelo y ese empuje que vence el miedo y la fuerza de cumplir ilusiones lanzándose a la vida, con o sin casco. Después del accidente que sufrí mi hija renunció al peregrino sueño de tener algún día una moto y yo nunca agradeceré lo suficiente a los dioses que ocurriera mientras iba a buscarla y no quince minutos después.
Los recuerdos me llegan como ráfagas y no me conmueve ver que hay más biografía a mi espalda que en el horizonte. ¿Qué será la vida al fin y al cabo cuando estemos en la recta final sino una sucesión de recuerdos? ¿Volveremos alguna vez a los viejos álbumes?
¡Qué regalo poder recordar buenos y viejos tiempos! Personas a las que amamos, lugares en los que se nos deslumbró la mirada, situaciones en las que se nos estremeció el alma, gente que ya no está pero que vivirá unos instantes más en nuestro corazón al recordarla…
¿Y si nos olvidamos…será como no haber vivido?
En fin.
LaAlquimista
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