Si hace un mes dejé la ciudad para refugiarme en el silencio del bosque ahora siento que necesito un auténtico “cambio de aires”. No son vacaciones, no, yo no puedo tomarme vacaciones puesto que no trabajo, de la misma manera que no puede hacer la digestión quien antes no ha comido. Lo que sí puedo es agarrar mi viejo y bonito coche rojo, cargarlo como “el baúl de La Piquer” y cruzar el mapa con mi copiloto silencioso y dormilón de cuatro patas que es feliz allá donde yo vaya con tal de que no le deje atrás.
Me voy a “mi otro mar”, el Mediterráneo plácido casi siempre, azul, acogedor para quien como yo ya va teniendo los huesos necesitados de calor y está más que harta a estas alturas del calendario de dormir con las plumas del edredón cosquilleándome la nariz. Quiero sudar, pasar calor, abanicarme con ganas, recogerme la melena con una pinza hortera, beber cerveza -aunque sea sin alcohol- como si fuera agua en el desierto, liberar los pies de la tiranía de los zapatos cerrados, no tener que conjuntarlos con el bolso ni con la gabardina, usar el paraguas para protegerme del sol y no de la lluvia, dormir con el balcón abierto sin riesgo de que se me cuelen diez metros cúbicos de lluvia…
Un cambio de aires que le va a venir bien a mi ánimo, ya un poco cansado de tanta vida social -¡y que no me falte!-, un respiro para el estómago estragado de menús del día y pintxo-pote, de cenas con amigos y compromisos gastronómicos “ineludibles”, ahora quiero descansar de todo eso para regresar con fuerzas renovadas a mi vida habitual. Comprendo que no sea fácil entender mis contradicciones, por un lado no puedo ni quiero vivir sin mis amigos y mi ciudad y por el otro necesito la soledad física, el silencio, apartarme del bullicio y, sobre todo, de los ladrillos y el asfalto.
Asfalto y ladrillos también hay, a ver qué vida, en “mi otro mar”, pero tan sólo si quiero acercarme a ellos así que disfruto de la opción de escoger libremente entre la terraza, el jardín y la playa al amanecer o al atardecer. El coche se queda acumulando polvo impunemente en el garaje, ni siquiera me dan ganas de hacer excursiones a los parajes aledaños que conozco como la palma de la mano después de tantos años de pasar mis veranos en la hermosa tierra catalana.
“Cambiar de aires” significa literalmente respirar otro oxígeno, sentir otro paisaje y otro paisanaje. A menudo la gente se desplaza unos cuantos cientos de kilómetros de su domicilio habitual pero sigue haciendo las mismas cosas: comer a sus horas, rutinas domésticas, trabajos físicos –con lo que cansa cortar el césped-, acarrear sombrillas para pelear por un metro cuadrado de arena o portar mochilas para hollar senderos llenos de tráfico y peregrinos. “Cambiar de aires” no es solamente ir a la montaña si vives en el mar o acercarse a la costa si vivimos en el interior del mapa. Es mucho más, quizás incluso un cambio de actitud ante la vida, frente a lo cotidiano, reducir la velocidad de crucero a lo justo para no picar bielas, poner el piloto automático de la mente y dejarla que vaya a su aire, sin darle tantas órdenes y dejando que se exprese a través del cuerpo, de sensaciones y emociones, de sentimientos incluso. Entonces ya no somos los mismos y no porque disfracemos el cuerpo con ropas fuera de lo habitual sino porque igual somos más nosotros mismos, los auténticos, los que habitamos por dentro y no los que nos obligamos a aparentar en la vida cotidiana, cuando nos da en la cara el aire viciado de una rutina que no siempre nos resulta placentera aunque la hayamos elegido con aparente libertad.
“Cambiar de aires” y de personas, dejar en suspenso las buenas relaciones, despedirse con un hasta la vuelta, lanzarse a la carretera conocida con la sonrisa de la aventura por venir, la posibilidad de un encuentro, las sensaciones repetidas que nunca son iguales a como las recordábamos. Buscar y obtener el tiempo “para nosotros”, con el egoísmo justo y necesario para no sucumbir al desaliento, ese tiempo que transcurre al ritmo que realmente necesitamos, sin acceder ni ceder a caprichos ajenos, con la conciencia absoluta de que un buen “cambio de aires” nos devolverá al lugar de origen renovados, limpios, un poco más felices incluso.
Lo aconsejo, sinceramente.
En fin.
LaAlquimista
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