No siempre se puede viajar por los caminos de la vida sin sobresaltos. Aunque instalemos el GPS emocional nos perdemos por vericuetos con tal de llegar al destino deseado, para luego programar otro y otro más hasta la estación final que nos espera a todos. Aunque nos esforcemos en planificar la vida, ésta tiene su propia pulsión y no respeta -porque no tiene porqué respetar- las órdenes que le enviamos; es irreverente, desobediente y algo anárquica, todo un aviso a navegantes al que no sabemos atender porque nos parece un caprichoso paso de danza.
Cuántas veces habremos girado en la rotonda equivocada atraídos por el corazón para acabar, dolidos y estupefactos, en un callejón sin salida. Con gatos y cubos de basura o con un muro que impida el paso, pero callejón sin salida emocional a fin de cuentas.
El bien querer a las personas nos dignifica de no pocas miserias que acompañan los pasos humanos. Querer bien significa –en lo que yo entiendo aunque me pueda equivocar- desear relacionarnos con amorosa sencillez y sonrisa pacífica con la gente. A pesar de los pesares, de los credos o dogmas apuntalados, a pesar de las pequeñas tiranías del árbol genealógico, a pesar –finalmente- de viejas afrentas y rancias disputas.
Quiero querer bien a las personas y no me sale. No me sale bien, quiero decir. Será porque no acabo de entender la extraña satisfacción de quien guarda en su corazón telarañas con mi nombre, será porque se mezclan humildad y esperanza tendiendo la mano –una, mil veces aún- a quien me la rechaza con palabras que parecen amables después de haberla mordido sin piedad.
No, no hablo de autocompasión ni de qué buena soy yo y qué malos son los demás. Hablo de otra cosa. Hablo de los callejones sin salida en los que nos mete la vida cuando más confiados estábamos de haber tomado la dirección correcta.
Mi familia de origen está desestructurada a pesar de que seguimos todos vivos -excepto el pater familias que se marchó, cansado de vivir y de luchar- hace ya veintidós años. Desde entonces hemos seguido rumbos poco coincidentes. Primero distantes, más tarde encontrados, después soliviantados y ahora, después de esos más de cuatro lustros, bajo el manto de una clamorosa indiferencia.
Las constelaciones familiares –tan de moda últimamente a pesar de que Bert Hellinger las “inventara” hace ya muchísimos años-, son una herramienta muy útil para liberarse de enredos familiares e implicaciones sistémicas. Todo lo que sacude a los miembros de una familia sube directamente desde las raíces, por el tronco, hasta llegar a las ramas más altas y débiles. Es decir, la carga vital de los abuelos (paternos y maternos), la influencia determinante sobre sus hijos, nuestros padres, y que determinó a su vez el “modus operandi” de éstos con nosotros, sus hijos.
Enredos y líos de familia, culebrones insospechados, secretos defendidos a machamartillo, mentiras, miedos, trampas, traiciones y mezquindades diversas. También las buenas intenciones, el silencio de los inocentes, la valentía de los rebeldes, la sangre derramada sin razón, el amor que se silencia y el amor que no se calla. Todo cuanto conforma al ser humano, sentimientos y emociones, concentrado en una pequeña caja de Pandora de la saga familiar a la que cada uno pertenecemos.
Uno deja atrás la infancia y, tanto si ésta estuvo llena de luz como de sombras, cree que puede superarla con tan sólo mirar hacia delante. No es cierto; el pasado nos persigue por más que queramos espantarlo como a las moscas en verano. Por eso se nos dice lo importante que es el momento presente, el famoso “ahora”, y es buen consejo, vaya que sí, pero cuando uno se halla en un callejón sin salida porque el pasado sigue merodeando alrededor de lo que ocurrió hace muchos años, cuando la familia sigue enrocada en la negación del perdón o del alivio y prefiere mirar hacia otro lado como si se pudiera hacer desaparecer de un plumazo a los hermanos que han compartido diez, quince o veinte años de vida, gozando y padeciendo juntos, llega el momento de mirar a la realidad a los ojos y tomar una decisión positiva y contundente.
¿Acaso cada ser humano no tiene sus amores, reconocimiento, alegrías y buen hacer en el mundo, independientemente de que los demás miembros de la familia consideren que es una persona non grata para el núcleo familiar? ¿Quién ha sido alguna vez profeta en su tierra?
Es triste envenenar la savia familiar limitándose a encuentros en funerales y dejar pasar las alegrías vitales tronchando el árbol original, partiéndolo en dos, desgajando sus ramas que acabarán secas y podridas. Es una negación de la realidad porque la constelación familiar se seguirá moviendo aunque nos empeñemos en borrar a hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas.
Lo dicho; un callejón sin salida no tiene salida.
En fin.
LaAlquimista
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