De mi infancia en el donostiarra barrio de Gros guardo recuerdos imborrables.No porque fueran parte de un tiempo especialmente feliz sino porque los viví rodeada de personas de cierta edad (mis abuelos y mi tía abuela maternos) y mi mirada de niña se me tropezaba con las cosas de los mayores. Nunca jugué en las plazas aledañas a la iglesia de San Ignacio, mi abuela no me permitía ir sola, -“como perro sin amo” decía- y era de su mano que fui descubriendo el barrio y a sus habitantes.
Santiago Hernández, alias “Txantxillo” era un hombre pequeño de estatura que voceaba junto con sus padres el periódico de la tarde cerca del popular cine Trueba. “Unidad” se llamaba aquel periódico y la voz aflautada de un hombre de cuarenta años en un cuerpo que se quedó en el camino me daba risa. Mi abuelo compraba el periódico y me amonestaba por la burla inocente. ¡Qué sabía yo de la vida y sus dramas con siete años!
“No te burles de él –me decía- que bastante desgracia tiene el pobre”. Y esa condescendencia me colocaba en una situación violenta, me hacía sentir como si hubiera hecho algo malo al no entender cuál era el origen de mi culpa. Y preguntaba y no me respondían…
Txantxillo tenía la bondad incierta de quienes han sido tocados por la varita mágica de la ausencia de maldad; quizás su entendimiento nunca profundizó en el drama de la vida, (de su vida) ni fuera demasiado consciente de la diferencia que le separaba del resto de conciudadanos. Vivió con sus padres y luego quedó solo y solo siguió con la sonrisa desvaída y la mente desvariada, un homeless con vivienda propia y poco más, a pesar de la absurda y ridícula leyenda urbana que le adjudicaba propiedades y dineros que nunca tuvo. Quizás la maldad humana tiende a ridiculizar al más débil y hacerlo patético a los ojos que no entienden nada, que nada comprenden y ningún esfuerzo hacen por querer entender.
Txantxillo era todo un personaje, mas no envidiable. El desconcierto que suscitó en mi mente infantil se convirtió en pena en mis años jóvenes, cuando le veía arrastrando sus bolsas y luego un carrito, vestido casi con andrajos, tocando su viejo xilofón y pidiendo “una pesetita” a todo el mundo.
Entraba en los bares de lo Viejo y la gente joven se reía de él en su propia cara y ante su mirada que nada decía ni su boca que nada respondía. Algunos le jaleaban –con evidente malicia- y le preguntaban si tenía novia. Y que tocara algo diferente a la Internacional que era su música de cabecera…
Txantxillo –quiero suponer- tenía una personalidad inestable psicológicamente pero no lo suficiente como para no darse cuenta de en qué mundo vivía. En la ciudad glamorosa por excelencia pisaba sus calles como dueño y señor, sin miedo a que se le aplicara la perversa Ley de Vagos y Maleantes de aquella época; conocido por los municipales y los tenderos, las caseras del mercado y las amas de casa de Gros y la Parte Vieja que le toleraban con una condescendencia hija de la “caridad cristiana” imperante también en la época.
Quiero pensar que nadie le dio un empujón o le insultó –sigo imaginando que se le habría defendido- porque no es de recibo burlarse de quien va por la vida sin hacer daño a nadie, tan sólo tocando la Internacional en el xilófono –que luego sustituyó por un órgano a pilas- y moviendo su vaso para que le dieran “una pesetita”.
A quienes contaban que era muy listo porque teniendo millones salía cada día a mendigar “pesetitas” –que caían rotundamente, casi todo el mundo le daba no sólo pesetas sino buenos duros- se les decía: “pues, anda, vístete tú también de harapos y vete a pedir por ahí”. Quizás fuera incomprendido porque pocos se tomaron la molestia de hablarle en el idioma que él entendía. ¿Cuál sería?
Viene a colación este recuerdo porque unos de los artistas que han decorado los muros del edificio de La Bretxa con temas “populares donostiarras”, -dentro del City Street Festival-le han hecho un pequeño homenaje; y ahí le veo pintado en un mural en la calle Aldamar como algo “nuestro”, como si por fin fuera a ser un personaje querido por todos los donostiarras, incluso por los que le espolearon alguna vez creyendo que su papel era el de bufón. ¡Qué poco sabe nadie de los recovecos del alma humana!
En fin.
*Santiago Hernández Redondo (Txantxillo) 1927-2003
LaAlquimista
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