Hace un tiempo mi hija la artista pintó un retrato de alguien que estaba muy enfermo. Le dolió llevar a cabo un cuadro que llevaba sobre sí una carga emocional tan fuerte, pero como era por dar una alegría al protagonista y a su familia, y porque yo hacía de intermediaria a través de una amiga, aceptó el encargo. Al tiempo fuimos felices de saber que la enfermedad parecía que remitía; fue una alegría saber que alguien –a quien no conocíamos en persona- estaba dando pequeños pasos hacia la curación.
Luego supe del fallecimiento de este joven. Lo supe y me lo callé con la tristeza de imaginar el dolor de sus seres queridos. Lo callé ante mi hija porque cuando se intenta profundizar en los rasgos de alguien, llegarle al fondo de los ojos, buscar la sonrisa del alma y haberlo hecho con la esperanza dirigiendo los pinceles, es un conocimiento totalmente innecesario saber que esa persona ha fallecido. Lo oculté por esos motivos, pero no me sirvió de mucho, porque a la gente parece que le produce “placer” dar malas noticias y quien sabía que ella era la autora del retrato tuvo a bien comunicárselo:“Para que lo sepas, que se ha muerto.” Probablemente quien no tiene suficiente sensibilidad en su haber no puede ni tan siquiera imaginarse que los demás funcionen de otra manera.
Saliéndome de la personalización del asunto y reflexionando sobre ello, me doy cuenta de que personas amigas o conocidas que no se ponían en contacto conmigo desde hacía largos meses, se creen con el derecho y la “obligación” de invadir mi whatsapp o mi correo electrónico anunciándome “malas nuevas” colaterales o por persona interpuesta. Es esa feísima costumbre de toda la vida, de dar malas noticias sobre personas con las que no tenemos una relación directa o de amistad por lo que la comunicación es más un mero cotilleo que verdadero interés.
Y no lo aguanto, de verdad que no lo aguanto. ¿Por qué me tiene que mandar un mensaje alguien con quien no tengo trato desde hace largos meses para contarme que se le ha muerto el gato? ¡Y a mí qué me importa! ¿Me llamaste cuando te curaste de la enfermedad que te agobió durante mucho tiempo y con la que nos estuviste dando la vara a todos los amigos? ¡No! ¿No damos buenas noticias y sí damos las malas?
Ese morbo de compartir lo malo, lo que tumba la moral de cualquier ser humano, esos cuchicheos entre “amigos” sobre lo mal que le va a no sé quién y la enfermedad horrible que tiene el hijo del otro; y quien se quedó en el paro, quien se vio abandonado por la pareja, el niño que nació con problemas, el cáncer que resistió a la quimio, el coche que aplastó al perro, los cuernos que a alguien le pusieron, el pequeño negocio que se hundió, la pareja que hizo aguas, el señor mayor que metió a una extranjera en casa, la anciana que confiaba en su cuidador.
Llevo toda la vida intentando quitarme la costumbre adquirida educacional y socialmente de hablar de los demás -como no sea para bien- y me cuesta Dios y ayuda no salirme del guión. Intento compartir los pequeños y positivos logros, me gusta decir a mis amigas que el hijo de otra sacó un Cum Laude, que la pareja feliz sigue siendo feliz, que la rubia guapetona se va de viaje a la otra punta del mundo, que quien alquiló su casa se la cuidaron muy bien, que los padres ancianos siguen soplando velas, que un amigo se jubiló con mucho dinero y bastante amor todavía, que otra amiga pidió la reducción de jornada para vivir más y gastar menos, que la hija de la vecina encontró trabajo de lo suyo y, como guinda del pastel, que conozco a más gente feliz que infeliz.
Supongo que esto nos viene aprendido por los medios de comunicación de masas (qué horrenda definición), que tan sólo dan malas noticias porque las buenas intrínsecamente no lo son y a nadie le interesaría conocer el número de niñas y niños felices que hay en el mundo, bien alimentados, amados, cuidados y respetados. Esos no cuentan, no son noticia, sino los que son explotados, abandonados o violados, que no digo yo que no, pero no sé en qué nos ayuda estar informados de los pormenores de tanto dolor y tanta miseria si no estamos dispuestos a aportar nuestro granito de arena para paliarlo o erradicarlo. Mesarse los cabellos y rasgarse las vestiduras está pasado de moda casi dos mil años…
Son cosas mías, ya digo, mi pequeña guerra contra la horrenda costumbre de dar malas noticias…innecesarias.
En fin.
LaAlquimista
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