“Querida X:
Tengo delante el email que me escribiste hace una semana contándome tus cuitas; esas confidencias que es más fácil hacer a personas desconocidas y que sabemos de antemano que no nos van a juzgar ni condenar porque no nos ponen cara ni conocen nuestra carga vital.
Me cuentas que eres infeliz, subrayas “muy infeliz”, y desgranas tus motivos con sinceridad y dolor. La enfermedad de tu madre, la indiferencia de tu marido, el egoísmo de tus hijos… motivos todos ellos –objetivamente y por separado- más que suficientes para amargar la vida a tu madre, a tu marido y a tus propios hijos.
Sin embargo, curiosamente, con tanta preocupación por lo que les ocurre a ellos echas sobre tus espaldas toda esa “infelicidad” ajena, haciéndola tuya, convencida de que es “una cruz” lo que te ha tocado en la vida y que no tienes más remedio que cargar con ella.
En tus palabras de triste queja reconozco el poso ineluctable de una educación cristiana que harían falta varias vidas para que se extinguiera. Una educación basada en la culpabilidad real o por persona interpuesta, un peso invisible que impide levantarse por las mañanas con un mínimo de alegría, con una pequeña sonrisa.
Me cuentas de cómo la enfermedad gravísima de tu madre te chupa la energía, cómo te sientes “obligada” a atenderla diariamente porque “si no quién lo va a hacer” y el amor que le profesas se va mezclando con la desesperación al comprobar que no sólo ella no mejora –porque es imposible- sino que tú estás desmejorándote a ojos vistas. Me cuentas de cómo tu esposo ha perdido toda ilusión en verte como pareja, como mujer deseable, como compañera activa en la vida; que se refugia en su trabajo, en su mutismo y quizás en otra ilusión secreta, que él tampoco es feliz y no te ofrece el más mínimo apoyo o ayuda. Que os miráis como desconocidos después de treinta años de vida en común; desconocidos, sí, pero un extraño al que sigues sirviendo en lo doméstico como una fiel criada que hace horas extras y no tiene vacaciones. Y los hijos, esos seres por los que darías la vida y que, efectivamente, te la están sorbiendo día a día, exigiendo ayuda, dedicación, “amor incondicional” y cargando sobre tus espaldas la obligación de “echar una mano” en el cuidado de los nietos todavía bebés.
Y por todo esto te has vuelto infeliz, te sientes infeliz, esa es tu etiqueta, INFELIZ, como una mancha que no se va ni con agua caliente. Y me lo cuentas a mí, a una desconocida que tiene un blog y que a veces relata situaciones con las que te has sentido identificada. Me lo cuentas haciendo tú misma el análisis perfecto de la situación, delimitando responsabilidades, señalando con el dedo el egoísmo, las carencias, sabiendo dónde están las grietas, consciente de cómo, día a día, vas cayendo en un pozo de amargura que temes se convierta en una depresión. Y tú misma indicas la solución en forma de un reflexivo auto-diagnóstico: tomar distancia de la enfermedad para que no te arrastre emocionalmente, tomar distancia del matrimonio que ya no tiene sentido y, lo más doloroso, poner límites a unos hijos que no tienen limitación en su exigencia.
¡Pero no lo haces, no lo llevas a cabo! ¡Tienes miedo!
Miedo a que te llamen egoísta, desconsiderada, abusadora… ¡Precisamente lo mismo que ellos hacen contigo! Qué gran verdad es que en muchas ocasiones somos un espejo de los demás, un reflejo de sus propias carencias y defectos, una voz que clama sobre el ruido y dice las cosas bien claras.
Para que dejes de ser infeliz “no vale” esperar a que las circunstancias cambien: que tu madre fallezca y te exonere de la angustia, que tu marido tome la iniciativa y se separe de ti y se vaya por fin con “la otra” o que tus hijos encuentren un mejor trabajo que te libere a ti de criar a tus nietos en un bucle angustioso. Para dejar de ser infeliz es preciso tomar las riendas de la propia vida y no dejarse llevar por las cadenas que nos han colocado al cuello los demás.
Lo demás es una queja, un desahogo que acepto porque nada me cuesta escucharte. No tengo autoridad moral para dar consejos ni sabiduría para contar historias bonitas con moraleja. Tan sólo vuelve a leer el email que me has escrito y… ponte en marcha. O no. Tú decides.
Un abrazo lleno de energía positiva.”
LaAlquimista
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– “La autómata” Edward Hopper.