Hablar a estas alturas de la película de la presunta inocencia de infantes -que se pasan el día jugando con maquinitas en las que el intríngulis consiste en ver quién mata a quien- es una auténtica boutade que nos contamos los adultos para marcar la diferencia con el salto a la realidad terrible que va a ofrecerles la vida en cuanto dejen a un lado la tablet.
Cuando yo tenía cinco años (cuando varias generaciones pasadas teníamos cinco años) a pesar de que no había bombardeo mediático a mansalva de juguetes, los que teníamos dos dedos de frente, aunque nos hicieran creer que aún no teníamos “sentido común”, ya andábamos con la mosca detrás de la oreja con el tema de los Reyes Magos y los camellos. Que a ver quién era el guapo que se tragaba la pildorita de que llegaban a tu casa si el ascensor era currutaco y que se tomaban la copita de anís abandonada en el suelo junto a los restos del turrón navideño. Eso sin contar los armarios cerrados escondiendo de mala manera paquetes que no tenían por qué estar ahí –y que todos sabíamos que estaban.
A mí me daba la risa cuando me obligaban a escribir una carta a los Reyes Magos diciendo que había sido muy buena y que, como premio, me trajeran tal o cual regalo cuya descripción siempre era de forma sibilina inducida por la madre o padre vigilante a la espalda. El primer año que pedí una bici y no “me la echaron” ya aquello me olió a chamusquina y el segundo me agarré un buen cabreo infantil cuando me chantajearon emocionalmente diciéndome: “será que no te la has merecido”.
Pero yo no era tonta ni siquiera a edad tan temprana, e inocente, lo justo, nada más como para no darme cuenta de la movida que se traían mis padres y abuelos con el tema. Sobre todo cuando veía que mi padre le daba a mi madre un sobre con dinero “para que te compres lo que te apetezca”. Y estoy segura de que las niñas y niños de mi generación tampoco se chupaban el dedo a ese respecto, sobre todo cuando veían que al vecino o al primito le traían un balón de reglamento y a ellos un pijama y unos calcetines.
¿Qué ha pasado después de tantos años? ¿Los niños son tontos o qué? Con tanto rollo de que si “lo hacemos por que no pierdan la inocencia” o es que “hay que mantenerles la ilusión”, les estamos mandando un mensaje más que contradictorio, de hecho supongo que pensarán que sus padres son un poco idiotas, como si no estuviera la casa llena de catálogos de juguetes y la televisión vomitando todo el día anuncios en los que se indica hasta el precio de los regalos que se quieren vender.
Será que a los adultos no nos importa que los infantes de hoy en día sigan siendo tan presuntamente inocentes como lo fuimos nosotros algún día; será que se les está preparando de forma más que convincente para tragarse todas las mentiras que después van a tener que tragarse gracias a nosotros mismos, por culpa de la sociedad, de la mano de los políticos…
O igual es que verdaderamente los niños de hoy en día son tontos o se lo hacen para que sus padres y abuelos les sigan haciendo partícipes de una sociedad de consumo que, el día de mañana, seguramente ellos mismos no podrán asumir. Porque ¡cómo vas a quitarle a la niña la ilusión por la enésima barbie o al niño le vas a dejar sin el traje de su equipo de fútbol favorito, faltaría más!, aunque cueste todo un disparate, aunque los padres se tengan que apretar el cilicio en vez del cinturón; para no ser menos que los cuñados o los vecinos, porque sus niños se lo merecen todo, porque faltaría más, que es el día de Reyes y además hay que comprar un bizcocho industrial y relleno de algo a precio de solomillo, faltaría más…
Y eso sin contar con quienes ya hicieron regalos en Diciembre, por Olentzero, por Papá Noel o hicieron “cagar al Tió” y van a hacer doblete en esto de gastar estúpidamente por seguir una tradición que, todo hay que decirlo, es quizás el único momento del año en el que nos volvemos todos un poco niños mientras rasgamos el papel de colores que envuelve las ilusiones perdidas y los sueños rotos.
Dejemos, pues, un año más, que los niños sigan siendo inocentes y nosotros, los adultos responsables de casi todo, nos sintamos –ya sin remedio- rematadamente tontos por el patético autoengaño en el que nos empeñamos en vivir, sean navidades o cualquier mes del calendario.
Y ahora, otro ritual alienante: las rebajas. ¡Qué cansancio, por Dios!
En fin.
LaAlquimista
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