Reflexión del lunes. "Vida de perros" | A partir de los 50 >

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Cecilia Casado

A partir de los 50

Reflexión del lunes. “Vida de perros”

 

Mi perrillo Elur ya no puede salir del barrio como no sea en brazos o en coche: sus limitaciones motrices son las que son y marcan la pauta. Así pues, “me lleva” a dar una vuelta por sus jardines favoritos tres veces al día. La primera, de mañanita, se pone pesado porque no le apetece “aguantarse”. Y allí vamos, con el frío del invierno a la calle, como en los tiempos en que tenía que ir a trabajar. A esas horas hay poco movimiento. Camiones de reparto y niños en la parada del bus con padres o abuelos a su vera. A veces, bajo los soportales, duerme algún indigente con un tetrabrik como almohada sin inmutarse del ajetreo madrugador. El colmado de la esquina ya está abierto y aprovecho para una compra rápida; son amables y me dejan introducir a Elur y dejarlo atado en el rincón de los carritos. Los bares también están abiertos y comienza el trasiego de cafés y cruasanes. Cuando llueve mi perro tira de la correa para volver a casa: le desagrada mojarse y mucho más el impermeable perruno que ya no me empeño en ponerle. Los coches se desperezan y dejan espacios libres como si huyeran del barrio; los vigilantes para que se pague por aparcar patrullan con la cabeza gacha abducidos por sus smartphones; no obstante, siguen poniendo multas con cara de indiferencia a quien se pase cinco minutos de lo estipulado. Es invierno y hace frío, como está mandado.

Al filo de la una de la tarde, ya sabe mi perrillo que “toca paseíto” y, como si fuera capaz de leer las manecillas del reloj de la cocina empieza a rondar la puerta –si estoy fuera, esperándome, si estoy en casa invitándome a salir con él. Este paseo no es una parca “vuelta al ruedo” sino un recorrido en toda regla por el parque aledaño, sus recodos, los parterres, los bancos al sol o a la sombra y las terrazas de los bares circundantes. Procuro que también mi disfrute vaya paralelo al de Elur así que me siento en un banco un poco apartado y lo dejo suelto para que hocique por aquí y allá tras sus deleites olorosos. Soy consciente de que no está permitido dejar a un perro sin su correa, pero no quiero privarle del disfrute, pobrecito mío, pegando cuatro saltos en la hierba y jugando como un cachorro –a sus casi diez años- con algún otro perrito juguetón de su tamaño.

Los bancos al sol los días de sol están muy solicitados. En el lado derecho del parque se sientan “las chicas” y en el derecho “los chicos”. Tengo que averiguar cuál es el criterio de separación de sexos, abueletes por un lado y abuelitas por el otro. Con cuidadoras o sin ellas al lado, se forman grupitos que ya se van conociendo y tienen cita ineludible cada día a la misma hora. Con el mal tiempo, se les puede ver por las cafeterías del barrio apurando cafesconleche. Si me dejan, pillo sitio y me quedo mirando al infinito tras el que zascandilea mi perrito.

Primero llega una, la primera, se sienta y me saluda. Luego la segunda, también puntual. La tercera –que va en silla de ruedas empujada por una joven latina- siempre llega un poco tarde y no dejan de hacérselo notar: ella mira a su cuidadora con ojos sonrientes y le echa la culpa, faltaría más. Me preguntaron la edad el primer día que coincidimos y me dijeron que “era una cría”. Por comparación, lo soy, obviamente. Ellas rondan los noventa y hablan de cosas sencillas, pero no por ello poco interesantes. De lo que van a poner para comer el domingo para agasajar a los hijos/nietos/bisnietos que les visitarán o de los zapatos supercómodosbuenosybaratos que han comprado en las rebajas este año. Del tinte que les dan en la pelu que “ya no les coge tan bien como antes” y de la merienda con chocolate con churros que toman cada sábado, religiosamente, después de la misa vespertina.

No les he escuchado todavía hablar de médicos ni de enfermedades, ni quejarse de casi nada, excepto de la mala educación de la chavalería que evitan minuciosamente en cuanto se abren las compuertas del colegio vecino. Hay una que tuvo perro y me pregunta por el mío: dice que se le murió a la par que el marido y que ya no quiso tener otro. Las otras le ríen el chiste; yo también. Me preguntan a ver si mi madre está viva: les digo que sí. Que si vive feliz como ellas: les digo que no. Y no insisten más.

Elur se cansa de corretear y vuelve a mi lado para que le llene de agua el cuenco de plástico que siempre llevo conmigo. Satisfecha su sed, se queda bajo el banco a la sombra a esperar que me entre el hambre y decida emprender la retirada.

A la tarde/noche tengo que buscar otro rato para volver a sacar a mi perro a la calle. Si es hora de bares todavía tira hacia la plaza donde sabe dan pintxo pote: le encanta husmear a pie de barra buscando migas de croqueta o de tortilla de patatas. Se pone las botas el tiempo que a mí me dura un zurito de charla con los amigos o vecinos del barrio. Socializamos muchísimo, él con otros perros y yo con sus dueños.

Y luego me da por pensar que mi querido Elur ya va acercándose al último tramo de su vida, que al igual que las ancianitas del parque tan sólo desea que sus días sean tranquilos, sosegados al sol, jugueteando a arrancarme los calcetines para poder lamer mis pies y, a su manera, eso lo sée, decirme que me quiere tanto como yo lo quiero a él. Entonces miro con otros ojos a esas mujeres tranquilas al sol y pienso que quizás ellas también sienten lo mismo sobre sus vidas ahora…

Una vida sencilla la nuestra cuando estamos juntos Elur y yo, lo que se dice malamente dicho “una vida de perros”.

En fin.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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