A ver cómo cuento esto de la forma más objetiva posible a pesar de ser yo una de las protagonistas estelares de la anécdota.
Pues resulta que, un día de estos, volviendo a casa del paseo vespertino con mi perrillo Elur, huyendo de la lluvia por los arkupes aledaños, me crucé con una señora mayor (mayor que yo) que, con gesto agrio y tono de voz muy disgustado, me hizo saber que “estaba harta de que los perros mearan en los soportales”. Como el comentario lo lanzó al socaire de su paraguas abierto –pero que escuché perfectamente-, le tomé la palabra y le pregunté por qué decía eso habida cuenta de que MI PERRO no estaba orinando sino olisqueando los ladrillos. Se revolvió al verse interpelada y levantó la voz una octava para decirme: “tu perro no estará meando AHORA porque no les has dejado, pero seguro que lo hace en otro momento”. Tuteándome sin habernos tomado un café juntas.
El surrealismo, si me pilla a contrapelo, me hiere en vez de producirme sonrisas así que, en vez de pasar olímpicamente del exabrupto de la ciudadana, me subió por la garganta la gorgona que habita en alguna de mis cloacas emocionales y le espeté, en parecido tono al suyo, pero tratándola de usted, que no dijera estupideces.
Una vez recogido el guante y vuelto a arrojar, representamos una escena de “entremés” más digno de una corrala suburbana que de un barrio de gente que debería saber mantener las formas.
Cuando alguien me toca las narices me suelo acordar de mi admirado José Antonio Labordeta y su glorioso: “¡A la mierda!” en el Congreso. O me acuerdo de esa “libertad” de la que hacen uso y abuso quienes expresan sin corsé intelectual opiniones sin fundamento, lanzan soflamas o simplemente vomitan por su boca el batiburrillo al que llaman pensamiento sin mirar sobre quién pueda caer o a quién pueda dañar. Es decir, que si los demás pueden decir lo que les dé la gana y en el tono que apetecen, ¿por qué me tengo yo que callar?
El rifirrafe se agotó en un par de minutos mientras ella se alejaba hacia su portal –vecino al mío- gritando sus insultos y haciendo aspavientos paraguas en ristre. La despedí como se merecía con parecida salva de calificativos.
Lamentable. Quiero decir que yo lamento haber dejado que asomara sus pezuñas el monstruo que todos llevamos dentro y algunos llevan por fuera. Pero ya está hecho. Si me hubiera visto mi madre me arrea dos bofetadas, como en los viejos tiempos, por poner en entredicho la cara educación que me dieron. Por cierto que la reflexión la hago a partir del comentario de una empleada de la O.T.A. que estaba a nuestro lado –y que presenció el incidente de principio a fin sin despegar los dedos de su whatsapp- en el que me afeó por “hablar mal a una señora mayor”.
A eso se reduce todo realmente. A que era una “señora mayor” –mayor que yo- y a quien la sociedad da el derecho de hacer o decir lo que le dé la gana como si tuviera patente de corso. ¡Pero si de este tema ya he hablado otras veces! ¿Me repito o es que la vida se desarrolla en un bucle?
A ver si va a ser que a eso se reduce todo, a que estamos demasiado acostumbrados a “no hacer caso” cuando nos ofenden o insultan, a enarbolar una dignidad de pacotilla levantando la barbilla y olisqueando el aire como si el ofensor no mereciera ni una mirada por nuestra parte, utilizando como única arma el tristemente famoso: “no hay mayor desprecio que no hacer aprecio”.
Pues esta vez no ha sido así. Ni la anterior, donde el protagonista estelar fue un joven en la veintena que se puso a gritarme por un quítame allá esas pajas en un semáforo, él cabalgando su moto, yo al volante de mi viejo corcel rojo. El que quiera que se ponga de mi parte o me ponga a parir, tanto da… porque ése no es el tema. La cuestión que de verdad me importa ha sido comprobar que “mi monstruo” sigue vivo y que si alguna vez lo necesito de verdad, va a asomar sus garras para defenderme de quien sea menester.
Aunque perdamos el combate por KO técnico, como esta vez.
En fin.
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