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Cecilia Casado

A partir de los 50

Semana Santa y olé

 

 

¿Qué hubiera sido de mí –y de toda una generación- si en Semana Santa mis padres me hubieran llevado de vacaciones a cualquier sitio en vez de encerrarnos en casa a sufrir como idiotas?

No es una pregunta retórica, ni mucho menos, la del párrafo anterior, porque ahora sé que la mayoría de los errores cometidos a lo largo de la vida vienen de lo que nos (mal)enseñaron en la infancia y adolescencia.

Porque dirán que la época en la que nos tocó vivir –una dictadura con todas las letras y todas las consecuencias- no “permitía” demasiadas alegrías y que obligaba al ciudadano de a pie a cumplir a rajatabla con las tradiciones, costumbres y obligaciones religiosas.

Incierto. Falacia. Mentira podrida. Porque si bien es verdad que en lo público todo estaba prohibido –el cine, la música, la juerga y divertimento y que por televisión sólo “echaban” películas de tinte morbosamente religioso- en lo privado nadie obligaba a una familia con dos dedos de frente a encerrarse en una empatía ficticia de dolor por la pasión y muerte de Jesucristo. ¿Por qué los padres inteligentes no eran capaces de darse cuenta de que los infantes no merecían pasarse las vacaciones escolares haciendo vía crucis o escuchando sermones de las siete palabras con cara de pena?

¡Cuánto ha llovido entre aquella tristura impuesta –o impostada- de dar vueltas por la calle, “visitando monumentos”, -que así se le llamaba a entrar en las iglesias de la ciudad para respirar incienso y la energía extraña acumulada bajo los paños morados con los que se cubrían las estatuas y rezar, rosario en ristre o escapulario interpuesto, siguiendo las “estaciones” del Vía Crucis clavado en la pared!

Pero sigo pensando que nuestros padres, abuelos y demás parientes, eran –y ahora somos- responsables de todo aquello que se impone a los más indefensos, a quienes no se les da ni voz ni voto en las decisiones familiares: los hijos pequeños.

¡Qué envidia me daban y qué felices me parecían las amigas que se iban al pueblo a comer las torrijas de la abuela! Volvían asoleadas, cansadas de corretear todo el día por callejas y bajar a chapotear al río aunque hiciera frío. Las niñas y niños del barrio que desaparecían en Semana Santa, cargados sus padres con maletas llenas de cosas modernas, -regalos para el pueblo- invadiendo autobuses de línea renqueantes y vagones de tren abarrotados, rumbo a una felicidad inalcanzable para mi pequeña e inquieta persona.

Hoy en día se sigue yendo “al pueblo”. Y a los parques temáticos, a ciudades extranjeras lejanas o lejanísimas. A las playas paradisíacas, salvajes o abarrotadas, mediterráneas o caribeñas –según presupuesto o capacidad crediticia-, a hoteles de medio pelo o de muchas estrellas, con coche viejo o último modelo, en familia o con los amigos; el caso es salir a donde sea para “aprovechar” los días festivos de Semana Santa.

Los que nos quedamos “haciendo guardia” somos los menos. Por unos u otros motivos las circunstancias nos han empujado a tener que verlas venir (las hordas de visitantes) y no nos han dejado más alternativa que, o quejarnos de todo o mirar hacia otro lado haciendo como si no supiéramos qué fechas marca el calendario.

El miércoles hizo un día magnífico y lo aproveché para salir a comer con una muy querida amiga. El cafecito, en una terraza al sol cerca del mar. La vista, prendida del vaivén de extranjeros, mapa en ristre, caminando hacia la derecha, hacia la izquierda, en grupos pequeños que se iban convirtiendo en manadas con el paso de la tarde. La vista dejó de estar despejada y pronto sentimos que estábamos “rodeadas”, tal era el gentío circundante. Fue el momento de abrazarnos y despedirnos “hasta después de Semana Santa”, a la espera de volver a reencontrar la ciudad en su sitio y con las gentes de costumbre.

De vuelta a casa, de vuelta a mi barrio tranquilo, el aparcamiento lleno de sitios –como abandonado-, el bar de abajo “cerrado por vacaciones” y el colmado de la esquina aburrido con la dependienta bostezando me devuelven a una realidad paralela y diferente de la que acabo de vivir en el centro bullicioso de la city.

Aprovecharé estos días de caos calmo para pasear por “mi” parque, “mi” bosquecillo, leer mi libro favorito y reflexionar sobre cómo cambia la vida, la gente, la ciudad, la sociedad, a golpe de calendario.

Ajena a esa furia de moverse, de no saber o no poder estarse quieto, de tener que subir y bajar, entrar y salir, hacer y deshacer maletas, meterse en vorágines automovilísticas, propiciar accidentes en la carretera, llenarlo todo, ir como una marabunta, juntos y paralelos, sin tocarse apenas, en busca de una fugaz felicidad de la que se regresa encogido, cansado, frustrado a menudo, o satisfecho por saberse poderoso, pudiente, potente, con dinero suficiente para gastarlo con alegría y luego volver “al tajo” y criticarlo: los precios, la aglomeración, el overbooking, el cansancio, la mala comida, la peor atención, la lluvia o el sol, el follón de equipajes, los gritos de los críos, las broncas con la pareja; el salario mínimo, el paro que no cesa, la corrupción de los políticos, el mal genio de la suegra y las jaimitadas del cuñado.

Y a hacer planes para el puente de Mayo.

En fin.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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