Si existe una actitud retorcida que he tenido que corregir a lo largo de mi vida adulta ha sido la feísima costumbre –adquirida por educación y por contagio social- de juzgar al prójimo. Quiero pensar que una niña sin malear no tenía más capacidad de crítica hacia los demás que reflejar lo que veía en su entorno, en casa y en el colegio, y tuve “infames maestros” que consideraban a todo aquel que era diferente carne de juicio condenatorio y de cañón demoledor.
Así que ya –casi- consigo observar el mundo que me rodea sin condenarlo a priori, posando mi mirada de la manera más ecuánime posible y, cuando no funciona, -porque no siempre lo hace- prodigarme una colleja o sordabirón por burra y, sobre todo, por injusta
Cuesta, la verdad es que cuesta, no torcer el gesto ante arquetipos demonizados durante generaciones, frente a ideologías, religiones o formas de entender la vida en las antípodas de lo que nos enseñaron que era “lo correcto”. Como cuando me contaron que los que no eran cristianos irían al infierno, los comunistas tenían cuernos y rabo y la homosexualidad era una enfermedad. Fueron los tiempos -¿seguro que terminaron?- en los que las mujeres infieles podían ir a la cárcel, las que pedían un aborto después de una violación trasgredían la Ley, quienes vivían juntos sin estar casados eran apartados del entorno de las “familias de bien” y ya no hablo de las madres solteras o de los hijos fuera del matrimonio
Lógicamente –porque es lógico, nos guste o no nos guste- de aquellos polvos, estos lodos y demasiados ramalazos de homofobia, sexismo, fanatismo religioso y político quedan todavía dando vueltas no solamente por las barras de los bares y las máquinas de café de las oficinas, sino que se sientan por derecho propio en escaños institucionales. Y no señalo a nadie porque no debo hacerlo…por lo menos aquí.
Pero a lo que iba.
En este tiempo tranquilo y pausado, sin fiestas ni jolgorios, que vivo en “mi otro mar”, voy a la playa cuando la están limpiando y las palomas buscan su desayuno entre los desperdicios dejados la víspera por los humanos. Pongo el “campamento base” a pie de mar, entre algunas algas y la arena mojada, y me voy a caminar hacia Oriente un par de kilómetros; luego, vuelvo hacia Poniente con el sol en la espalda y el mar a la izquierda. El baño me purifica y descansa las piernas, flotar sin pensar en nada más que en el hecho en sí de dejarme acariciar por las pequeñas olas y algún que otro pececillo despistado me devuelve la confianza en mi propio cuerpo e incluso en buena parte de la humanidad. Es el momento de dejar que la sal se seque sobre mi piel bajo la sombrilla protectora y los instantes vacíos van llenándose de pensamientos al observar a las personas que pasean por la orilla casi un par de horas después de que lo haya hecho yo misma.
Mujeres y hombres…y viceversa. Semidesnudos o semivestidos, jóvenes y menos jóvenes, de todos los géneros posibles y de variopintos colores: blanco leche asturiana o rojo cangrejo báltico.
Con trajes de baño nuevos y bonitos o vintage y ajados por los años de uso; descalzos o con esos calcetines de caucho para no mancharse si se pisa algo sucio; con pinganillos o dándole a la sinhueso con el de al lado o hablándole a un teléfono móvil. Con gorras de béisbol, de aventurero, sombreros de paja, pamelas, viseras, pañuelos a lo Paco Martinez Soria o foulares a lo Audrey Hepburn, pasarela de popurrí humano con sus senos al aire, taparrabos amazónicos o pareos de convento de monjas.
¡El trabajo de no juzgar al prójimo vaya como vaya o haga lo que haga! ¡Abortar la mofa –aunque sea mental-, rechazar el escarnio –aunque sea silencioso-, darme cuenta de que no hay gordos y gordas, viejas y viejos, extranjeros ni inmigrantes, musulmanas –con el típico burkini- ni guapos ni feos, tan sólo seres humanos como yo misma, que hacen lo que pueden con su existencia por arañar unos cuantos momentos tranquilos y felices paseando por la orilla del mismo mar y de la misma vida
Lo dicho: hoy todos me han parecido hermosos seres…a ver si no se me olvida para mañana.
Por cierto, volviendo a casa, una furgoneta me ha pegado un buen susto en un paso de cebra, le he gritado y el conductor me ha hecho una peineta por la ventanilla. A ése le he juzgado y condenado en un visto y no visto…¡Si es que no aprendo!.
En fin.
LaAlquimista
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